PLATÓN

MENÓN 


 

 

 

 

MENÓN, SÓCRATES, SERVIDOR DE MENÓN, ÁNITO 

 

70a 

 

 

MENÓN. –– Me puedes decir, Sócrates: ¿es enseñable la’ virtud?, ¿o 

no es enseñable, sino que sólo se alcanza con la práctica?, ¿o ni se al- 

canza con la práctica ni puede aprenderse, sino que se da en los hom- 

bres naturalmente o de algún otro modo? 

SÓCRATES. –– ¡Ah... Menón! Antes eran los tesalios famosos entre 

los griegos tanto por su destreza en la equitación como por su riqueza; 

pero ahora, por lo que me parece, lo son también por su saber, espe- 

cialmente los conciudadanos de tu amigo Aristipo1, los de Larisa. Pero 

esto se lo debéis a Gorgias: porque al llegar a vuestra ciudad conquistó, 

por su saber, la admiración de los principales de los Alévadas2 ––entre 

los que está tu enamorado Aristipo–– y la de los demás tesalios. Y, en 

particular, os ha inculcado este hábito de responder, si alguien os pre- 

gunta algo, con la confianza y magnificencia propias de quien sabe, 

precisamente como él mismo lo hace, ofreciéndose a que cualquier 

griego que quiera lo interrogue sobre cualquier cosa, sin que haya nadie 

a quien no dé respuesta3. En cambio, aquí4, querido Menón, ha suce- 

dido lo contrario. Se ha producido como una sequedad del saber y se 

corre el riesgo de que haya emigrado de estos lugares hacia los vues- 

tros. Sólo sé, en fin, que si quieres hacer una pregunta semejante a al- 

guno de los de aquí, no habrá nadie que no se ría y te conteste: « Foras- 

tero, por lo visto me consideras un ser dichoso ––que conoce, en efecto, 

que la virtud es enseñable o que se da de alguna otra manera––; en 

cambio, yo tan lejos estoy de conocer si es enseñable o no, que ni si- 

quiera conozco qué es en sí la virtud. » 

También yo, Menón, me encuentro en ese caso: comparto la pobreza 

de mis conciudadanos en este asunto y me reprocho el no tener por 

completo ningún conocimiento sobre la virtud. Y, de lo que ignoro qué 

es, ¿de qué manera podría conocer precisamente cómo es 5? ¿O te pare- 

ce que pueda haber alguien que no conozca por completo quién es Me- 

nón y sea capaz de conocer si es bello, rico y también noble, o lo con- 

trario de estas cosas? ¿Te parece que es posible? 

MEN. –– A mí no, por cierto. Pero tú, Sócrates, ¿no conoces en ver- 

dad qué es la virtud? ¿Es esto lo que tendremos que referir de ti tam- 

bién en mi patria? 

SÓC. –– Y no sólo eso, amigo, sino que aún no creo haber encontra- 

do tampoco alguien que la conozca. 

MEN. –– ¿Cómo? ¿No encontraste a Gorgias cuando estuvo aquí 6

SÓC. –– Sí. 

MEN. –– ¿Y te parecía entonces que no lo conocías?  

SÓC. –– No me acuerdo bien, Menón, y no te puedo decir en este 

momento qué me parecía entonces. Es posible que él lo conociera, y 

que tú sepas lo que decía. En ese caso, hazme recordar qué es lo que 

                                                 

1 

 No se trata de Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates, sino seguramente de aquel 

que menciona JENOFONTE en su Anábasis (I 1, 10 

2 

 Una de las familias gobernantes de la ciudad de Larisa, en Tesalia. Larisa era la prin- 

cipal de las ciudades tesálicas, y estaba ubicada junto al río Peneo, dominando una vasta 

y fértil llanura. 

3 

 Cf., sobre este modo de proceder de Gorgias, lo que PLATÓN pone en boca de Cali- 

cles en Gorgias 447c. 

4 

 La escena es en Atenas. 

5 

 La distinción se establece entre conocer qué es (ti estín) es decir, la naturaleza o 

esencia de algo, y conocer cómo es (poiòn estín), o sea la cualidad o cualidades (propie- 

dades o atributos) de algo. Esta importantísima distinción platónica constituye uno de los 

antecedentes más inmediatos de la que hará después Aristóteles entre sustancia y acciden- 

te.  

 

6 

 Gorgias estuvo por primera vez en Atenas muy posiblemente en el 427 a. C. 

(DIODORO, XII 53), pero no sabemos con certeza cuántas veces lo hizo después. 

71a 

 

 

decía. Y, si prefieres, habla por ti mismo. Seguramente eres de igual 

parecer que él. 

MEN. –– Yo sí. 

SÓC. –– Dejémoslo, pues, a él, ya que, además, está ausente. Y tú 

mismo Menón, ¡por los dioses!, ¿qué afirmas que es la virtud? Dilo y 

no te rehúses, para que resulte mi error el más feliz de los errores, si se 

muestra que tú y Gorgias conocéis el tema, habiendo yo sostenido que 

no he encontrado a nadie que lo conozca. 

MEN. –– No hay dificultad en ello, Sócrates. En primer lugar, si 

quieres la virtud del hombre, es fácil decir que ésta consiste en ser ca- 

paz de manejar los asuntos del Estado 7, y manejándolos, hacer bien por 

un lado a los amigos, y mal, por el otro, a los enemigos8, cuidándose 

uno mismo de que no le suceda nada de esto último. Si quieres, en 

cambio, la virtud de la mujer, no es difícil responder que es necesario 

que ésta administre bien la casa, conservando lo que está en su interior 

y siendo obediente al marido. Y otra ha de ser la virtud del niño, se tra- 

te de varón o mujer, y otra la del anciano, libre o esclavo, según prefie- 

ras. Y hay otras muchas virtudes, de manera que no existe problema en 

decir qué es la virtud. En efecto, según cada una de nuestras ocupacio- 

nes y edades, en relación con cada una de nuestras funciones, se pre- 

senta a nosotros la virtud, de la misma manera que creo, Sócrates, se 

presenta también el vicio. 

SÓC. ––Parece que he tenido mucha suerte, Menón, pues buscando 

una sola virtud he hallado que tienes todo un enjambre de virtudes en ti 

para ofrecer. Y, a propósito de esta imagen del enjambre, Menón, si al 

preguntarte yo qué es una abeja, cuál es su naturaleza9, me dijeras que 

son muchas y. de todo tipo, qué me contestarías si yo continuara pre- 

guntándote: «¿Afirmas acaso que es por ser abejas por lo que son mu- 

chas, de todo tipo y diferentes entre sí? ¿O bien, en nada difieren por 

eso, sino por alguna otra cosa, como la belleza, el tamaño o algo por el 

estilo?» Dime, ¿qué contestarías si te preguntara así? 

MEN. –– Esto contestaría: que en nada difieren una de la otra, en 

tanto que abejas. 

SÓC. ––Y si después de eso te preguntara: «Dime, Menón, aquello 

precisamente en lo que en nada difieren, por lo que son todas iguales, 

¿qué afirmas que es?» ¿Me podrías decir algo? 

MEN. –– Podría. 

SÓC. –– Pues lo mismo sucede con las virtudes. Aunque sean mu- 

chas y de todo tipo, todas tienen una única y misma forma10, por obra 

de la cual son virtudes y es hacia ella hacia donde ha de dirigir con 

atención su mirada quien responda a la pregunta y muestre, efectiva- 

mente, en qué consiste la virtud. ¿O no comprendes lo que digo? 

MEN. –– Me parece que comprendo; pero, sin embargo, todavía no 

me he dado cuenta, como quisiera, de lo que me preguntas. 

                                                 

7 

 Cf. Protágoras 318e-319a.  

8 

 Cf República 334b. 

9 

 La palabra griega es ousía y expresa aquí el mismo concepto que el que responde al 

qué es (cf. n. 5). No supone todavía el término, en estos diálogos de transición, el signifi- 

cado más fuerte de esencia trascendente, sino sólo remite a aquello común, idéntico o 

permanente que poseen, en este caso, todas las abejas, no obstante diferir en tamaño, be- 

lleza, etc. Cf. Protágoras 349b. 

 

10 

 La palabra griega es eîdos y vale de ella lo que se acaba de decir sobre ousía (cf. n. 

9). 

 

72a 

 

 

SÓC. –– ¿Te parece que es así, Menón, sólo a propósito de la virtud, 

que una es la del hombre, otra la que se da en la mujer, y análogamente 

en los otros casos, o también te parece lo mismo a propósito de la sa- 

lud, el tamaño y la fuerza? ¿Te parece que una es la salud del hombre, y 

otra la de la mujer? ¿O no se trata, en todos los casos, de la misma for- 

ma, siempre que sea la salud, tanto se encuentre en el hombre como en 

cualquier otra persona? 

MEN. –– Me parece que es la misma salud, tanto la del hombre co- 

mo la de la mujer. 

SÓC. ––¿Entonces también el tamaño y la fuerza? Si una mujer es 

fuerte, ¿será por la forma misma, es decir por la fuerza misma por lo 

que resultará fuerte? Y por «misma» entiendo esto: la fuerza, en cuanto 

fuerza, no difiere en nada por el hecho de encontrarse en un hombre o 

en una mujer. ¿O te parece que difiere en algo? 

MEN. ––Me parece que no. 

SÓC. –– ¿Y la virtud, con respecto al ser virtud, diferirá en algo por 

encontrarse en un niño, en un anciano, en una mujer o en un hombre? 

MEN. –– A mí me parece, en cierto modo, Sócrates, que esto ya no 

es semejante a los casos anteriores. 

SÓC. –– ¿Por qué? ¿No decías que la virtud del hombre consiste en 

administrar bien el Estado, y la de la mujer, la casa? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y es posible administrar bien el Estado, la casa o lo que 

fuere, no haciéndolo sensata y justamente?  

MEN. –– En absoluto. 

SÓC. –– Y si administran justa y sensatamente, ¿administran por 

medio de la justicia y de la sensatez?  

MEN. –– Necesariamente. 

SÓC. –– Ambos, en consecuencia, tanto la mujer como el varón, ne- 

cesitarán de las mismas cosas, de la justicia y de la sensatez, si preten- 

den ser buenos. 

MEN. ––Así parece. 

SÓC. –– ¿Y el niño y el anciano? ¿Podrían, acaso, llegar a ser bue- 

nos, siendo insensatos e injustos? 

MEN. –– En absoluto. 

SÓC. –– ¿Y siendo sensatos y justos?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Luego todos los hombres son buenos del mismo modo, 

puesto que llegan a serlo poseyendo las mismas cosas. 

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– Y, desde luego, no serían buenos del mismo modo si, en 

efecto, no fuera una misma la virtud. 

MEN. –– Desde luego que no. 

SÓC. –– Entonces, puesto que la virtud es la misma en todos, trata de 

decir y de recordar qué afirmaba Gorgias que es, y tú con él. 

MEN. ––Pues, ¿qué otra cosa que el ser capaz de gobernar a los 

hombres?, ya que buscas algo único en todos los casos. 

SÓC. –– Eso es lo que estoy buscando, precisamente. Pero, ¿es acaso 

la misma virtud, Menón, la del niño y la del esclavo, es decir, ser capaz 

de gobernar al amo? ¿Y te parece que sigue siendo esclavo el que 

gobierna? 

MEN. –– Me parece que no, en modo alguno, Sócrates.  

SÓC. –– En efecto, no es probable, mi distinguido amigo; porque 

considera todavía esto: tú afirmas «ser capaz de gobernar». ¿No añadi- 

remos a eso un «justamente y no de otra manera»? 

MEN. –– Creo que sí, porque la justicia, Sócrates, es una virtud. 

73a 

 

SÓC. ––¿Es la virtud, Menón, o una virtud?  

MEN. ––¿Qué dices? 

SÓC. –– Como de cualquier otra cosa. De la redondez, supongamos, 

por ejemplo, yo diría que es una cierta figura y no simplemente que es 

la figura. Y diría así, porque hay también otras figuras. 

MEN. –– Y dices bien tú, porque yo también digo que no sólo existe 

la justicia sino también otras virtudes. 

SÓC. ––¿Y cuáles son ésas? Dilas. Así como yo podría decirte, si me 

lo pidieras, también otras figuras, dime tú también otras virtudes. 

MEN. –– Pues a mí me parece que la valentía es una virtud, y la 

sensatez, el saber, la magnificencia y muchísimas otras. 

SÓC. –– Otra vez, Menón, nos ha sucedido lo mismo: de nuevo 

hemos encontrado muchas virtudes buscando una sola, aunque lo 

hemos hecho ahora de otra manera. Pero aquella única, que está en to- 

das ellas, no logramos encontrarla. 

MEN. –– Es que, en cierto modo, aún no logro concebir, Sócrates, tal 

como *tú lo pretendes, una única virtud en todos los casos, así como lo 

logro en los otros ejemplos. 

SÓC. –– Y es natural. Pero yo pondré todo el empeño del que soy 

capaz para que progresemos. Te das cuenta, por cierto, que lo que sirve 

para un caso, sirve para todos. Si alguien te preguntase lo que, hace un 

momento, decía: «¿Qué es la figura, Menón?», y si tú le contestaras que 

es la redondez, y si él te volviera a preguntar, como yo: «¿Es la redon- 

dez la figura o bien una figura?», dirías, sin duda, que es una figura. 

MEN. ––Por supuesto. 

SÓC. ––¿Y no será porque hay además otras figuras?  

MEN–– Sí. 

SÓC. ––Y si él te continuara preguntando cuáles, ¿se las dirías? 

MEN. –– Claro. 

SÓC. –– Y si de nuevo, ahora acerca del color, te preguntara del 

mismo modo, qué es, y al responderle tú que es blanco, el que te pre- 

gunta agregase, después de eso: «¿Es el blanco un color o el color?», 

¿le contestarías tú que es un color, puesto que hay además otros? 

MEN. –– Claro. 

SÓC. –– Y si te pidiera que nombrases otros colores, ¿le dirías otros 

colores que lo son tanto como el blanco lo es? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Y si, como yo, continuara el razonamiento y dijese: «Lle- 

gamos siempre a una multiplicidad, y no es el tipo de respuesta que 

quiero, sino que, puesto que a esa multiplicidad la designas con un úni- 

co nombre ––y afirmas que ninguna de ellas deja de ser figura, aunque 

sean también contrarias entre sí––, ¿qué es eso que incluye no menos lo 

redondo que lo recto, y que llamas figuras, afirmando que no es menos 

figura lo ‘redondo’ 11 que lo ‘recto’?» ¿O no dices así? 

MEN. –– En efecto. 

SÓC. –– Entonces, cuando dices así, ¿afirmas acaso que lo ‘redondo’ 

no es más redondo que lo recto y lo ‘recto’ no es más recto que lo re- 

dondo? 

MEN. –– Por supuesto que no, Sócrates. 

SÓC. –– Pero afirmas que lo ‘redondo’ no es menos figura que lo 

‘recto’. 

MEN. –– Es verdad. 

                                                 

11 

 Platón utiliza aquí stróngylon (redondo) como equivalente de redondez (strongyló- 

tes). Cf. 73e y 746. He colocado comillas simples en éste como en el caso de recto a la 

palabra cuando tiene el significado abstracto. 

 

SÓC. –– ¿Qué es entonces eso que tiene este nombre de figura? Trata 

de decirlo. Si al que te pregunta de esa manera sobre la figura o el color 

contestas: «Pero no comprendo, hombre, lo que quieres, ni entiendo lo 

que dices», éste quizás se asombraría y diría: «¿No comprendes que es- 

toy buscando lo que es lo mismo en todas esas cosas?» O tampoco, a 

propósito de esas cosas, podrías contestar, Menón, si alguien te pregun- 

tase: «¿Qué hay en lo “redondo’, lo ‘recto’, y en las otras cosas que lla- 

mas figuras, que es lo mismo en todas?» Trata de decirlo, para que te 

sirva, además, como ejercicio para responder sobre la virtud.  

MEN. –– No; dilo tú, Sócrates. 

SÓC. –– ¿Quieres que te haga el favor?  

MEN. –– Por cierto. 

SÓC. –– ¿Y me contestarás tú, a tu vez, sobre la virtud?  

MEN. –– Yo sí 

SÓC. –– Entonces pongamos todo el empeño. Vale la pena. 

MEN. –– ¡Y mucho! 

SÓC. –– Pues bien; tratemos de decirte qué es la figura. Fíjate si 

aceptas esto: que la figura sea para nosotros aquella única cosa que 

acompaña siempre al color. ¿Te es suficiente, o lo prefieres de otra ma- 

nera? Por mi parte, me daría por satisfecho si me hablaras así acerca de 

la virtud. 

MEN. –– Pero eso es algo simple, Sócrates.  

SÓC. –– ¿Cómo dices? 

MEN. –– Si entiendo, figura es, en tu explicación, aquello que acom- 

paña siempre al color 12. Bien. Pero si alguien afirmase que no conoce 

el color y tuviera así dificultades como con respecto de la figura, ¿qué 

crees que le habrías contestado? 

SÓC. –– La verdad, pienso yo. Y si el que pregunta fuese uno de los 

sabios, de esos erísticos o de esos que buscan las controversias, le 

contestaría: «Ésa es mi respuesta, y si no digo bien, es tarea tuya 

examinar el argumento y refutarme.» Y si, en cambio, como ahora tú y 

yo, fuesen amigos los que quieren discutir entre sí, sería necesario 

entonces contestar de manera más calma y conducente a la discusión 13

Pero tal vez, lo más conducente a la discusión consista no sólo en 

contestar la verdad, sino también con palabras que quien pregunta 

admita conocer. Yo trataré de proceder así. Dime, pues: ¿llamas a algo 

«fin»? Me refiero a algo como límite o extremo ––y con todas estas 

palabras indico lo mismo––. Tal vez Pródico14 disentiría de nosotros, 

pero tú, por lo menos, hablas de algo como limitado y terminado. Esto 

es lo que quiero decir, nada complicado. 

MEN. –– Así hablo, y creo entender lo que dices. 

SÓC. ––¿Y entonces? ¿Llamas a algo «plano» y a otra cosa, a su vez, 

«sólido», como se hace, por ejemplo, en los problemas geométricos? 

MEN. –– Así hago. 

SÓC. –– Entonces ya puedes comprender, a partir de eso, lo que yo 

entiendo por figura. De toda figura digo, en efecto, esto: que ella es 

                                                 

12 

 Menón emplea aquí chróa para color; Sócrates había usado siempre hasta ahora 

chroma. No parece haber cambio de significado.  

13 

 Más dialécticamente dice el texto, pero no tiene aquí todavía el significado técnico 

que adquirirá posteriormente en Platón: En cambio, P. NATORP (Platos ldeenlehre, 

Leipzig, 1903, pág. 38) y H. GAUSS (Hand-kommentar zu den Dialogen Platos, vol. II, 

1, Berna, 1956, pág. 115) piensan que éste sería el primer lugar en que el término está 

usado técnicamente. 

 

14 

 Véase en este volumen, n. 36 al diálogo Eutidemo. 

70a 

76a 

 

 

aquello que limita lo sólido, o, más brevemente, diría que la figura es el 

límite de un sólido 15

MEN. ––¿Y del color, Sócrates, qué dices? 

SÓC. –– ¡Eres un desconsiderado, Menón! Sometes a un anciano a 

que te conteste estas cuesti6ñes y tú no quieres recordar y decir qué 

afirmó Gorgias que es la virtud. 

MEN. –– Pero no bien me hayas contestado eso, Sócrates, te lo diré. 

SÓC. –– Aun con los ojos vendados, Menón, cualquiera sabría, al 

dialogar contigo, que eres bello y que también tienes tus enamorados. 

M EN. –– ¿Por qué? 

SÓC. –– Porque cuando hablas no haces otra cosa que mandar, como 

los niños consentidos, que proceden cual tiranos mientras les dura su 

encanto; y al mismo tiempo, habrás notado seguramente en mí que no 

resisto a los guapos. Te daré, pues, ese gusto y te contestaré. 

MEN. –– Hazlo, por favor. 

SÓC. –– ¿Quieres que te conteste a la manera de Gorgias, de modo 

que puedas seguirme mejor? 

MEN. –– Lo quiero, ¿por qué no? 

SÓC. ––¿No admitís vosotros, de acuerdo con Empédocles 16, que 

hay ciertas emanaciones de las cosas?  

MEN. –– Ciertamente. 

SÓC. –– ¿Y que hay poros hacia los cuales y a través de los cuales 

pasan las emanaciones? 

MEN. –– Exacto. 

SÓC. –– ¿Y que, de las emanaciones, algunas se adaptan a ciertos 

poros, mientras que otras son menores o mayores? 

MEN. –– Eso es. 

SÓC. ––¿Y no es así que hay también algo que llamas vista? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. ––A partir de esto, entonces, «comprende lo que te digo», co- 

mo decía Píndaro17; el color es una emanación de las figuras, propor- 

cionado a la vista y, por tanto, perceptible. 

MEN. –– Excelente me ha parecido, Sócrates, esta respuesta que has 

dado. 

SÓC. –– Seguramente porque la he formulado de una manera a la 

cual estás habituado; además, creo, te has dado cuenta que a partir de 

ella, podrías también decir qué es el sonido, el olor y otras cosa simila- 

res. 

MEN. ––Así es. 

SÓC. –– Es una respuesta, en efecto, de alto vuelo 18, y por eso te 

agrada más que la relativa a la figura.  

MEN. –– A mí sí. 

SÓC. –– Pero ésta no me convence, hijo de Alexidemo, sino que 

aquélla 19 es mejor. Y creo que tampoco a ti te lo parecería, si no tuvie- 

                                                 

15 

 Esta definición es, probablemente, de origen pitagórico (cf. ARISTÓTELES, Meta- 

física l090b5).  

16 

 PLUTARCO (Quaest. nat. 19, 916d) transmite las siguientes palabras de Empédo- 

cles: «Has de saber que hay emanaciones de todas las cosas que se generan» (fr. 89 

DIELS-KRANZ = 419 y 558 B. C. G.). Este pasaje del Menón es recogido, además, co- 

mo testimonio para Empédocles por DIELS-KRANZ (véase 31A92 = 420 B. C. G.). 

17 

 Fr. 121 (TURYN) = 94 (BOWRA) = 105 (SNELL). 

 

18 

 Tragiké dice el texto. Acerca de la manera de traducir el término, véase R. S. 

BLUCK,.On tragiké, Plato, Meno 76e» Mnemosyne 14 (1961), 289-295. 

19 

 Cf. 76a6. 

77a 

 

 

ras necesidad de partir, como me decías ayer, antes de los misterios, y 

pudieras quedarte y ser iniciado 20

MEN. –– Pues me quedaría, Sócrates, si me dijeras muchas cosas de 

esta índole. 

SÓC. –– No es empeño, desde luego, lo que me va a faltar, tanto por 

ti como por mí, para hablar de estas cosas. Temo, sin embargo, no ser 

capaz de decirte muchas como ésta. Pero, en fin, trata también tú de 

cumplir la promesa diciéndome, en general21 , qué es la virtud, y deja 

de hacer una multiplicidad de lo que es uno, como afirman los que 

hacen bromas de quienes siempre rompen algo, sino, que, mantenién- 

dola entera e intacta, dime qué es la virtud. Los ejemplos de cómo de- 

bes proceder, tómalos de los que ya te he dado. 

MEN. –– Pues me parece, entonces, Sócrates, que la virtud consiste, 

como dice el poeta, en «gustar de lo bello y tener poder» 22. Y así llamo 

yo virtud a esto: desear las cosas bellas y ser capaz de procurárselas. 

SÓC. –– ¿Afirmas, por tanto, que quien desea cosas bellas desea co- 

sas buenas? 

MEN. –––– Ciertamente. 

SÓC. –– ¿Como si hubiera entonces algunos que desean cosas malas 

y otros, en cambio, que desean cosas buenas? ¿No todos, en tu opinión, 

mi distinguido amigo, desean cosas buenas? 

MEN. –– Me parece que no. 

SÓC. –– ¿Algunos desean las malas?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Y creyendo que las malas son buenas ––dices––, ¿o cono- 

ciendo también que son malas, sin embargo las desean? 

MEN. ––Ambas cosas, me parece. 

SÓC. –– ¿De modo que te parece, Menón, que si uno conoce que las 

cosas malas son malas, sin embargo las desea? 

MEN. –– Ciertamente. 

SÓC.––¿Qué entiendes por «desear»? ¿Querer hacer suyo? 

MEN. –– Desde luego, ¿qué otra cosa? 

SÓC. –– ¿Considerando que las cosas malas son útiles a quien las 

hace suyas o sabiendo que los males dañan a quien se le presentan? 

MEN. –– Hay quienes consideran que las cosas malas son útiles y 

hay también quienes saben que ellas dañan.  

SÓC. ––¿Y te parece también que saben que las cosas malas son ma- 

las quienes consideran que ellas son útiles?  

                                                 

20 

 Se trata, a primera vista, de una alusión a los famosos ritos de iniciación en los mis- 

terios eleusinos que se celebraban en Atenas en lo que seria para nosotros el mes de fe- 

brero (véase P. BOYANCÉ, «Sur les mystéres d’Éleusis», Revue des Études Grecques 75 

[1962], especialmente págs. 460-474). Pero ya, entre otros, K. HILDEBRAND (Platon = 

Platone [trad. ¡tal. COLLI], Turín, 1947, pág. 195), E. GRIMAL («A propós d’un passa- 

ge du Ménon: une définition’tragique de la couleur», Revue des Etudes Grecques 55 

[1942], 12) y K. GAISER(«Platons Menon und die Akademie», Archiv f. Geschichte der 

Philosophie 46 [1964], 255-6) observaron que se trata, seguramente, de una alusión más 

precisa a la «consagración» a la filosofía y a las enseñanzas de la Academia. Y para el 

papel de la «iniciación» en el filosofar, véanse en PLATÓN, Gorgias 497c, Banquete 

209e, Teeteto 155e y Eutidenio 277d-e.  

21 

 Es la única vez que aparece en PLATÓN la expresión katà hólou (con genitivo) que, 

escrita en una sola palabra (kathólou) será el término técnico que empleará Aristóteles 

para designar al universal lógico. 

22 

 E. S. THOMPSON(The Meno of Plato, Cambridge, 1901, pág. 100) supone que este 

verso desconocido puede pertenecer a un poema de Simónides de Ceos, que vivió en Te- 

salia, y del que se ocupa Platón en Protágoras. 

 

 

 

 

 

MEN. –– Me parece que no, de ningún modo. 

SÓC. –– Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes 

no las reconocen como tales, sino que desean las que creían que son 

buenas, siendo en realidad malas. De manera que quienes no las cono- 

cen como malas y creen que son buenas, evidentemente las desean co- 

mo buenas, ¿o no? 

MEN. –– Puede que ésos sí. 

SÓC. ––¿Y entonces? Los que desean las cosas malas, como tú afir- 

mas, considerando, sin embargo, que ellas dañan a quien las hace su- 

yas, ¿saben sin duda que se van a ver dañados por ellas? 

MEN. –– Necesariamente. 

SÓC. –– ¿Y no creen ésos que los que reciben el daño merecen lás- 

tima en la medida en que son dañados?  

MEN. –– Necesariamente, también. 

SÓC. –– ¿Y los que merecen lástima, no son desventurados? 

MEN. –– Así lo creo. 

SÓC. ––Ahora bien, ¿hay alguien que quiera merecer lástima o ser 

desventurado? 

MEN. –– No me parece, Sócrates. 

SÓC. –– Luego nadie quiere 23, Menón, las cosas malas, a no ser que 

quiera ser tal. Pues, ¿qué otra cosa es ser merecedor de lástima sino de- 

sear y poseer cosas malas? 

MEN. –– Puede que digas verdad, Sócrates, y que nadie desee las co- 

sas malas. 

SÓC. –– ¿No afirmabas hace un momento que la virtud consiste en 

querer cosas buenas y poder poseerlas?  

MEN. –– Sí, eso afirmaba. 

SÓC. –– Y, dicho eso, ¿no pertenece a todos el querer, de modo que 

en este aspecto nadie es mejor que otros?  

MEN. –– Es evidente. 

SÓC. –– Pero es obvio que, si uno es mejor que otro, lo sería con 

respecto al poder. 

MEN. –– Bien cierto. 

SÓC. –– Esto es, entonces, según parece, la virtud, de acuerdo con 

tus palabras: una capacidad de procurarse las cosas buenas. 

MEN. –– Es exactamente así, Sócrates, me parece, tal como lo aca- 

bas de precisar. 

SÓC. –– Veamos entonces también esto, y si estás en lo cierto al 

afirmarlo: ¿dices que la virtud consiste en ser capaces de procurarse las 

cosas buenas? 

MEN. ––Así es. 

SÓC. ––¿Y no llamas cosas buenas, por ejemplo, a la salud y a la ri- 

queza? 

MEN. –– Y también digo el poseer oro y plata, así como honores y 

cargos públicos. 

SÓC. –– ¿No llamas buenas a otras cosas, sino sólo a ésas? 

MEN. –– No, sino sólo a todas aquellas de este tipo.  

SÓC. –– Bien. Procurarse oro, entonces, y plata, como dice Menón, 

el huésped hereditario del Gran Rey 24, es virtud. ¿No agregas a esa ad- 

quisición, Menón, las palabras «justa y santamente», o no hay para ti 

                                                 

23 

 «Querer y «desear» son utilizados por Platón, aquí, como sinónimos. 

24 

 Con ocasión de la invasión de Jerjes a Grecia, los Alévadas (cf. n. 2), junto a otros 

tesalios, adoptaron una actitud pro-persa (HERÓDOTO, VII 172-174) y, seguramente, 

algún antecesor de Menón estrechó vínculos con la corte del Gran Rey de los persas.  

78a 

 

diferencia alguna, pues si alguien se procura esas cosas injustamente, tú 

llamas a eso también virtud? 

MEN. –– De ninguna manera, Sócrates.  

SÓC.––¿Vicio, entonces? 

MEN. –– Claro que sí. 

SÓC. –– Es necesario, pues, según parece, que a esa adquisición se 

añada justicia, sensatez, santidad, o alguna otra parte de virtud; si no, 

no será virtud, aunque proporcione cosas buenas. 

MEN. –– ¿Cómo podría llegar a ser virtud sin ellas?  

SÓC. –– El no buscar oro y plata, cuando no sea justo, ni para sí ni 

para los demás, ¿no es acaso ésta una virtud, la no-adquisición 25

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– Por lo tanto, la adquisición de cosas buenas no sería más 

virtud que su no––adquisición, sino que, como parece, será virtud si va 

acompañada de justicia, pero vicio, en cambio, si carece de ellas. 

MEN. –– Me parece que es necesariamente como dices.  

SÓC. –– ¿No afirmábamos hace un instante que cada una de ellas –– 

la justicia, la sensatez y las demás de este tipo–– eran una parte de la 

virtud? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Entonces, Menón, ¿estás jugando conmigo?  

MEN. –– ¿Por qué, Sócrates? 

SÓC. ––Porque habiéndote pedido hace poco que no partieras ni 

hicieras pedazos la virtud, y habiéndote dado ejemplos conforme a los 

cuales tendrías que haber con testado, no has puesto atención en ello y 

me dices que la virtud consiste en procurarse cosas buenas con justicia, 

¡y de ésta afirmas que es una parte de la virtud! 

MEN. –– Sí, claro. 

SÓC. –– ¡Pero de lo que tú admites se desprende que la virtud con- 

siste en esto: en hacer lo que se hace con una parte de la virtud! En 

efecto, afirmas que la justicia es una parte de la virtud y lo mismo cada 

una de las otras. Digo esto, porque habiéndote pedido que me hablaras 

de la virtud como un todo, estás muy lejos de decir qué es; yen cambio 

afirmas que toda acción es virtud, siempre que se realice con una parte 

de la virtud, como si hubieras dicho qué es en general la virtud y yo ya 

la conociese, aunque tú la tengas despedazada en partes. Me parece en- 

tonces necesario, mi querido Menón, que te vuelva a replantear desde el 

principio la misma pregunta «qué es la virtud» y si es cierto que toda 

acción acompañada de una parte de la virtud es virtud. Porque ése es, 

después de todo, el significado que tiene el decir que toda acción hecha 

con justicia es virtud. ¿O no te parece que haga falta repetir la misma 

pregunta, sino que crees que cualquiera sabe qué es una parte de la vir- 

tud, sin saber lo que es ella misma? 

MEN. ––Me parece que no. 

SÓC. –– Si recuerdas, en efecto, cuando yo te contesté hace poco so- 

bre la figura, rechazábamos ese tipo de respuesta que emplea términos 

que aún se están buscando y sobre los cuales no hay todavía acuerdo 26

MEN. –– Y hacíamos bien en rechazarlas, Sócrates.  

SÓC. –– Entonces, querido, no creas tampoco tú que mientras se está 

aún buscando qué es la virtud como un todo, podrás ponérsela en claro 

a alguien contestando por medio de sus partes, ni que podrás por lo 

demás poner en claro cualquier otra. cosa con semejante procedimiento. 

                                                 

25 

 La palabra griega es aporta («no-logro», «carencia» y también «pobreza») que juega 

aquí con el verbo porzesthai (procurarse). 

26 

 Cf. 75d. 

79a 

 

Es menester, pues, de nuevo, replantearse la misma pregunta: ¿qué es 

esa virtud de la que dices las cosas que dices? ¿O no te parecen bien 

mis palabras? 

MEN. ––Me parecen perfectamente bien. 

SÓC. –– Responde entonces otra vez desde el principio: ¿qué afir- 

máis que es la virtud tú y tu amigo? 

MEN. –– ¡Ah... Sócrates! Había oído yo, aun antes de encontrarme 

contigo, que no haces tú otra cosa que problematizarte y problematizar 

a los demás. Y ahora, según me parece, me estás hechizando, embru- 

jando y hasta encantando por completo al punto que me has reducido a 

una madeja de confusiones. Y si se me permite hacer una pequeña 

broma, diría que eres parecidísimo, por tu figura como por lo demás, a 

ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto, entorpece al 

que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido en 

mí un resultado semejante. Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma 

y de boca, y no sé qué responderte. Sin embargo, miles de veces he 

pronunciado innumerables discursos sobre la virtud, también delante de 

muchas personas, y lo he hecho bien, por lo menos así me parecía. Pero 

ahora, por el contrario, ni siquiera puedo decir qué es. Y me parece que 

has procedido bien no zarpando de aquí ni residiendo fuera: en cual- 

quier otra ciudad, siendo extranjero y haciendo semejantes cosas, te 

hubieran recluido por brujo. 

SÓC. –– Eres astuto, Menón, y por poco me hubieras engañado. 

MEN. –– ¿Y por qué, Sócrates? 

SÓC. –– Sé por qué motivo has hecho esa comparación conmigo. 

MEN. ––¿Y por cuál crees? 

SÓC. –– Para que yo haga otra contigo. Bien sé que a todos los be- 

llos les place el verse comparados ––les favorece, sin duda, porque be- 

llas son, creo, también las imágenes de los bellos––; pero no haré nin- 

guna comparación contigo. En cuanto a mí, si el torpedo, estando él en- 

torpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan, enton- 

ces le asemejo; y si no es así, no. En efecto, no .es que no teniendo yo 

problemas, problematice sin embargo a los demás 27, sino que estando 

yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los demás. Y 

ahora, «qué es la virtud», tampoco yo lo sé; pero tú, en cambio, tal vez 

sí lo. sabías antes de ponerte en contacto conmigo, aunque en este mo- 

mento asemejes a quien no lo sabe. No obstante, quiero investigar con- 

tigo e indagar qué es ella. 

MEN. ––¿Y de qué manera buscarás, Sócrates, aquello que ignoras 

totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que ignoras vas a proponerte co- 

mo objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva y ciertamente con 

ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es ésa que buscas, desde el mo- 

mento que no la conocías? 

SÓC. ––Comprendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del 

argumento erístico que empiezas a entretejer: que no le es posible a na- 

die buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni podría buscar lo 

que sabe ––puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces 

de búsqueda––, ni tampoco lo que no sabe ––puesto que, en tal caso, ni 

sabe lo que ha de buscar––. 

MEN. ––¿No te parece, Sócrates, que ese razonamiento está correc- 

tamente hecho? 

SÓC. –– A mí no. 

                                                 

27 

 En griego se juega entre eúporon (no teniendo problemas) y aporeîn (problemati- 

zar). 

 

80a 

81a 

 

 

MEN. –– ¿Podrías decir por qué? 

SÓC. –– Yo sí. Lo he oído, en efecto, de hombres y mujeres sabios 

en asuntos divinos... 28

MEN. –– ¿Y qué es lo que dicen? 

SÓC. –– Algo verdadero, me parece, y también bello.  

MEN. ––¿Y qué es, y quiénes lo dicen? 

SÓC. –– Los que lo dicen son aquellos sacerdotes y sacerdotisas que 

se han ocupado de ser capaces de justificar el objeto de su ministerio. 

Pero también lo dice Píndaro y muchos otros de los poetas divinamente 

inspirados. Y las cosas que dicen son éstas ––y tú pon atención si te pa- 

rece que dicen verdad––: afirman, en efecto, que el alma del hombre es 

inmortal, y que a veces termina de vivir ––lo que llaman morir––, a ve- 

ces vuelve a renacer, pero no perece jamás. Y es por eso por lo que es 

necesario llevar la vida con la máxima santidad, porque de quienes... 

 

Perséfone el pago de antigua condena 

haya recibido, hacia el alto sol en el noveno año  

el alma de ellos devuelve nuevamente, 

de las que reyes ilustres 

y varones plenos de fuerza y en sabiduría insignes surgirán. Y para 

el resto de los tiempos héroes sin mácula por los hombres serán llama- 

dos 29

 

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y 

visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del 

Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué 

asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de 

las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la natu- 

raleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido 

todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa ––eso que los hom- 

bres llaman aprender––, encuentre el mismo todas las demás, si es va- 

leroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el 

aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia. 

No debemos, en consecuencia, dejarnos persuadir por ese argumento 

erístico. Nos volvería indolentes, y es propio de los débiles escuchar lo 

agradable; este otro, por el contrario, nos hace laboriosos e indagado- 

res. Y porque confío en que es verdadero, quiero buscar contigo en qué 

consiste la virtud. 

MEN. ––Sí, Sócrates, pero ¿cómo es que dices eso de que no apren- 

demos, sino que lo que denominamos aprender es reminiscencia? ¿Po- 

drías enseñarme que es así? 

SÓC. –– Ya te dije poco antes, Menón, que eres taimado; ahora pre- 

guntas si puedo enseñarte yo, que estoy afirmando que no hay enseñan- 

za, sino reminiscencia, evidentemente para hacerme en seguida caer en 

contradicción conmigo mismo. 

MEN. –– ¡No, por Zeus, Sócrates! No lo dije con esa intención, sino 

por costumbre. Pero, si de algún modo puedes mostrarme que en efecto 

es así como dices, muéstramelo. 

                                                 

28 

 W. K. C. GUTHRIE (Plato. Protagoras and Meno, Harmondsworth, 1956, pág. 

129) señala que hay seguramente aquí una pausa y un cambio de tono, que se hace más 

solemne en lo que sigue. El mismo autor sostiene que el pasaje refleja concepciones órfi- 

cas. (Cf. Orpheus and Greek Religion = Orfeo y la religión griega [trad. J. VALMARD], 

Buenos Aires, 1970, pág. 167.) 

29 

 La cita se atribuye a PÍNDARO, fr. 137 (TURYN) = 127 (BOWRA) = 133 

(SNELL). 

 

82a 

 

 

SÓC. –– ¡Pero no es fácil! Sin embargo, por ti estoy dispuesto a em- 

peñarme. Llámame a uno de tus numerosos servidores que están aquí, 

al que quieras, para que pueda demostrártelo con él. 

MEN. –– Muy bien. (A un servidor.) Tú, ven aquí.  

SÓC. –– ¿Es griego y habla griego? 

MEN. –– Perfectamente; nació en mi casa. 

SÓC. –– Pon entonces atención para ver qué te parece lo que hace: si 

recuerda o está aprendiendo de mí.  

MEN. –– Así haré. 

SÓC. –– (Al servidor.) Dime entonces, muchacho, ¿conoces que una 

superficie cuadrada es una figura así? (La dibuja.) 

SERVIDOR. –– Yo sí. 

SÓC. –– ¿Es, pues, el cuadrado, una superficie que tiene todas estas 

líneas iguales, que son cuatro?  

SERVIDOR. –– Perfectamente. 

SÓC. –– ¿No tienen también iguales éstas trazadas por el medio 30

SERVIDOR. ––Sí. 

SÓC. –– ¿Y no podría una superficie como ésta ser mayor o me- 

nor31

SERVIDOR. –– Desde luego. 

SÓC. –– Si este lado fuera de dos pies y este otro también de dos, 

¿cuántos pies tendría el todo 32? Míralo así: si fuera por aquí de dos 

pies, y por allí de uno solo 33, ¿no sería la superficie de una vez dos pies 

34 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– Pero puesto que es de dos pies también aquí, ¿qué otra cosa 

que dos veces dos resulta? 

SERVIDOR. –– Así es. 

SÓC. –– ¿Luego resulta, ciertamente, dos veces dos pies? 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Cuánto es entonces dos veces dos pies? Cuéntalo y dilo. 

SERVIDOR. –– Cuatro, Sócrates. 

SÓC. –– ¿Y podría haber otra superficie, el doble de ésta, pero con 

una figura similar, es decir, teniendo todas las líneas iguales como ésta? 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. ––¿Cuántos pies tendrá?  

SERVIDOR. –– Ocho. 

SÓC. –– Vamos, trata ahora de decirme cuál será el largo que tendrá 

cada una de sus líneas. Las de ésta tienen dos pies, ¿pero las de ésa que 

es doble? 

SERVIDOR. –– Evidentemente, Sócrates, el doble 35.  

                                                 

30 

 Al cuadrado inicial (ABCD), Sócrates agrega las líneas. EF y GH. 

 

31 

 Sócrates seguramente señala, primero, el cuadrado mayor (ABCD) y, después, algu- 

no de los menores (p. ej.: AHOE, HBFO, EOGD, etc.). 

32 

 Los griegos no disponían de un término para referirse a pies cuadrados. 

33 

 Sócrates compara uno de los lados del cuadrado mayor (p. ej.: BC) con otro de la fi- 

gura menor (p. ej.: el AE de la figura ABFE). 

34 

 Es decir, dos pies cuadrados. 

 

35 

 Obviamente, la respuesta es equivocada. 

 

SÓC.––¿Ves, Menón, que yo no le enseño nada, sino que le pregunto 

todo. Y ahora él cree saber cuál es el largo del lado del que resultará 

una superficie de ocho pies, ¿o no te parece? 

MEN. –– A mí sí. 

SÓC. –– ¿Pero lo sabe? 

MEN. –– Claro que no. 

SÓC. –– ¿Pero cree que es el doble de la otra?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Observa cómo él va a ir recordando en seguida, como hay, 

en efecto, que recordar. 

(Al servidor.) Y tú, dime: ¿afirmas que de la línea doble se forma la 

superficie doble? Me refiero a una superficie que no sea larga por aquí 

y corta por allí, sino que sea igual por todas partes, como ésta, pero el 

doble que ésta, de ocho pies. Fíjate si todavía te parece que resultará el 

doble de la línea. 

SERVIDOR. ––A mí sí. 

SÓC. –– ¿No resulta ésta el doble que aquélla, si agregamos desde 

aquí otra cosa así 36

SERVIDOR. –– Por supuesto. 

SÓC. –– ¿Y de ésta 37, afirmas que resultará una superficie de ocho 

pies, si hay cuatro de ellas iguales?  

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– Dibujemos, pues, a partir de ella, cuatro iguales 38. ¿No sería 

ésa la superficie de ocho pies que tú afirmas? 

SERVIDOR. –– Por supuesto. 

SÓC. –– ¿Pero no hay en esta superficie estos cuatro cuadrados, cada 

uno de los cuales es igual a ése de cuatro pies 39? 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿De qué. tamaño resultará entonces? ¿No es cuatro veces 

mayor? 

SERVIDOR. –– Desde luego. 

SOC. ––¿Y es doble lo que es cuatro veces mayor?  

SERVIDOR. –– ¡No, por Zeus! 

SÓC. ––¿Cuántas veces entonces?  

SERVIDOR. –– El cuádruple. 

                                                 

36 

   

«ésta» (AJ); «aquélla» (AB); «otra» (BJ). 

37 

 La línea AJ 

38 

  

39 

 Sócrates agrega al dibujo anterior las líneas CM y CN con lo que resulta la siguiente 

figura:  

 

83a 

 

 

SÓC. –– Entonces, de la línea doble, muchacho, no resulta una su- 

perficie doble sino cuádruple. 

SERVIDOR. –– Es verdad. 

SÓC. –– Y cuatro veces cuatro es dieciséis, ¿no?  

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– Entonces la superficie de ocho pies, ¿de cuál línea resulta? 

De ésta 40 nos ha resultado el cuádruple.  

SERVIDOR. –– Eso digo. 

SÓC. –– ¿Y esta cuarta parte resulta de la mitad de esta línea aquí 41

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC.––Bien. ¿Pero la de ocho pies no es el doble de ésta y la mitad 

de ésa 42

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿No resultará entonces una línea mayor que ésta, pero me- 

nor que ésa 43, o no? 

SERVIDOR. ––A mí me parece que sí. 

SÓC. –– ¡Muy bien!, pues lo que a ti te parece es lo que debes con- 

testar. Y dime: ¿esta línea no era de dos pies y ésa de cuatro? 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– Entonces es necesario que la línea de la superficie de ocho 

pies sea mayor que ésta, que tiene dos pies, y menor que ésa, que tiene 

cuatro. 

SERVIDOR. –– Es necesario. 

SÓC. –– Trata de decir qué largo afirmas que tendrá.  

SERVIDOR. ––Tres pies. 

SÓC. –– Si ha de ser de tres pies, ¿agregamos la mitad de ésta 44

tendrá tres pies? Porque ésos son dos pies, éste, uno; y por aquí, igual- 

mente, dos éstos y uno éste, y así resulta la superficie que tú afirmas. 

(Sócrates completa el cuadrado AZPQ 45.) 

SERVIDOR. ––Sí. 

SÓC. –– De modo que si tiene tres por aquí y tres por allí, ¿la super- 

ficie total resulta tres veces tres pies? 

SERVIDOR. –– Evidentemente. 

SÓC. ––Tres veces tres, ¿cuántos pies son?  

SERVIDOR. –– Nueve. 

SÓC. ––¿Y cuántos pies tiene la superficie del doble?  

SERVIDOR. –– Ocho. 

SÓC. –– Entonces de la línea de tres pies tampoco deriva la superfi- 

cie de ocho. 

SERVIDOR. –– Desde luego que no. 

SÓC. ––Pero entonces, ¿de cuál? Trata de decírnoslo con exactitud. 

Y si no quieres hacer cálculos, muéstranosla en el dibujo. 

SERVIDOR. –– ¡Por Zeus!, Sócrates, que yo no lo sé.  

                                                 

40 

 De AJ 

41 

 ABCD es la cuarta parte de AJKL, y AB la mitad de AJ. 

42 

 «Ésta» (ABCD), «ésa» (AJKL). 

43 

 «Ésta» (AB), =ésa» (AJ).  

44 

 La mitad de BJ. 

45 

 «Ésos» (AB), «éste» (BZ), «éstos» (AD), «éste» (DQ). La figura resultante es: 

 

 

84a 

 

SÓC. –– Te das cuenta una vez más, Menón, en qué punto se encuen- 

tra ya del camino de la reminiscencia? Porque al principio no sabía cuál 

era la línea de la superficie de ocho pies, como tampoco ahora lo sabe 

aún; sin embargo, creía entonces saberlo y respondía con la seguridad 

propia del que sabe, considerando que no había problema. Ahora, en 

cambio, considera que está ya en el problema, y como no sabe la res- 

puesta, tampoco cree saberla.  

MEN. –– Es verdad. 

SÓC. ––¿Entonces está ahora en una mejor situación con respecto 

del asunto que no sabía? 

MEN. –– Así me parece. 

SÓC. –– Al problematizarlo y entorpecerlo, como hace el pez torpe- 

do, ¿le hicimos algún daño? 

MEN. –– A mí me parece que no. 

SÓC. –– Le hemos hecho, al contrario, un beneficio para resc lver 

cómo es la cuestión. Ahora, en efecto, buscará de buen grado, puesto 

que no sabe, mientras que muchas veces antes, delante de todos, con 

tranquilidad, creía estar en lo cierto al hablar de la superficie doble y 

suponía que había que partir de una superficie del doble de largo. 

MEN. –– Así parece. 

SÓC. ––¿Crees acaso que él hubiera tratado de buscar y ‘aprender es- 

to que creía que sabía, pero ignoraba, antes de verse problematizado y 

convencido de no saber, y de sentir el deseo de saber? 

MEN. ––Me parece que no, Sócrates. 

SÓC. ––¿Ha ganado, entonces, al verse entorpecido?  

MEN. –– Me parece. 

SÓC. –– Observa ahora, arrancando de este problema, qué es lo que 

efectivamente va a encontrar, buscando conmigo, sin que yo haga más 

que preguntar, y sin enseñarle. Vigila por si me coges enseñándole y 

explicándole en lugar de interrogarle por sus propios pareceres. 

(Al servidor.) Dime entonces tú: ¿No tenemos aquí una superficie de 

cuatro pies 46

SERVIDOR. ––Sí. 

SÓC. ––¿Podemos agregarle a ésa otra igual 47?  

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y esta tercera, igual a cada una de ésas 48?  

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿No podríamos completar, además, este ángulo 49

SERVIDOR. –– Por supuesto. 

SÓC. ––¿No resultarían entonces estas cuatro superficies iguales? 

SERVIDOR. ––Sí. 

SÓC. ––¿Y qué? ¿El todo éste cuántas veces es mayor que aquél 50

SERVIDOR.––Cuatro veces. 

SÓC. –– Pero nosotros necesitábamos que fuera doble, ¿no te acuer- 

das? 

SERVIDOR. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Entonces esta línea que va de un ángulo a otro, ¿no corta en 

dos a cada una de estas superficies 51?  

                                                 

46 

 El cuadrado ABCD. Guthrie y Bluck piensan que es probable que, en este momento, 

Sócrates borre las figuras anteriores o dibuje al lado de ellas una nueva.  

47 

 DCNL.  

48 

 CMKN 

49 

 El formado por los lados BC y CM. 

50 

 «Este» (AJKL); «aquél» (ABCD). 

51 

 Es la línea DB-BM-MN-ND  

85a 

 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. –– ¿No son cuatro estas líneas iguales que encierran esta super- 

ficie 52

SERVIDOR. –– Lo son, en efecto. 

SÓC. ––Observa ahora: ¿qué tamaño tiene esta superficie? 

SERVIDOR. –– No entiendo. 

SÓC. –– De éstas, que son cuatro, ¿no ha cortado cada línea en su in- 

terior la mitad de cada una?, ¿o no?  

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. ––¿Y cuántas de esas mitades hay en ésta 53?  

SERVIDOR. ––Cuatro. 

SÓC. –– ¿Y cuántas en ésa54?  

SERVIDOR. –– Dos. 

SÓC. ––¿Qué es cuatro de dos?  

SERVIDOR. –– El doble. 

SÓC. –– ¿Y esta superficie 55, ¿cuántos pies tiene?  

SERVIDOR. ––Ocho pies. 

SÓC. –– ¿De cuál línea?  

SERVIDOR. –– De ésta 56

SÓC. –– ¿De la que habíamos trazado de ángulo a ángulo en la su- 

perficie de cuatro pies? 

SERVIDOR. –– Sí. 

SÓC. ––Los sofistas 57 la llaman «diagonal», y puesto que si «diago- 

nal» es su nombre, de la diagonal se llegará a obtener, como tú dices, 

servidor de Menón, la superficie doble. 

SERVIDOR. –– Por supuesto que sí, Sócrates. 

SÓC. –– ¿Qué te parece, Menón? ¿Ha contestado él con alguna opi- 

nión que no le sea propia? 

MEN. –– No, con las suyas. 

SÓC. –– Y, sin embargo, como dijimos hace poco, antes no sabía. 

MEN. –– Es verdad. 

SÓC. –– Estas opiniones, entonces, estaban en él, ¿o no?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– El que no sabe, por lo tanto, acerca de las cosas que no sa- 

be, ¿tiene opiniones verdaderas sobre eso que efectivamente no sabe? 

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– Y estas opiniones que acaban de despertarse ahora, en él, 

son como un sueño. Si uno lo siguiera interrogando muchas veces sobre 

esas mismas cosas, y de maneras diferentes, ten la seguridad de que las 

acabaría conociendo con exactitud, no menos que cualquier otro.  

MEN. –– Posiblemente. 

                                                                                                                                                             

 

52 

 La superficie DBMN.  

53 

 En DBMN. 

54 

 En ABCD. 

55 

 DBMN. 

56 

 Cualquiera de las diagonales, pero, por lo que sigue, es, probablemente, DB. 

57 

 Con el significado de «expertos», «técnicos» o «especialistas, sin connotaciones pe- 

yorativas. (Véase n. 8 de Protágoras.) 

 

 

SÓC. –– Entonces, ¿llegará a conocer sin que nadie le enseñe, sino 

sólo preguntándole, recuperando él mismo de sí mismo el conocimien- 

to? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y este recuperar uno el conocimiento de sí mismo, no es 

recordar? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– El conocimiento que ahora tiene, ¿no es cierto que o lo ad- 

quirió, acaso, alguna vez o siempre lo tuvo?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. ––Si, pues, siempre lo tuvo, entonces siempre también ha sido 

un conocedor; y si, en cambio, lo adquirió alguna vez, no será por cier- 

to en esta vida donde lo ha adquirido. ¿O le ha enseñado alguien geo- 

metría? Porque éste se ha de comportar de la misma manera con cual- 

quier geometría y con todas las demás disciplinas. ¿Hay, tal vez, al- 

guien que le haya enseñado todo eso? Tú tendrías, naturalmente, que 

saberlo, puesto que nació en tu casa y en ella se ha criado. 

MEN. –– Sé muy bien que nadie le ha enseñado nunca.  

SÓC. –– ¿Tiene o no tiene esas opiniones? 

MEN. –– Indudablemente las tiene, Sócrates. 

SÓC. ––Si no las adquirió en esta vida, ¿no es ya evidente que en al- 

gún otro tiempo las tenía y las había aprendido? 

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– ¿Y no es ése, tal vez, el tiempo en que él no era todavía un 

hombre? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Si, pues, tanto en el tiempo en que es hombre, como en el 

que no lo es, hay en él opiniones verdaderas, que, despertadas mediante 

la interrogación, se convierten en fragmentos de conocimientos, ¿no 

habrá estado el alma de él, en el tiempo que siempre dura, en posesión 

del saber. Es evidente, en efecto, que durante el transcurso del tiempo 

todo lo es y no lo es un ser humano 58

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– Por tanto, si siempre la verdad de las cosas está en nuestra 

alma, ella habrá de ser inmortal. De modo que es necesario que lo que 

ahora no conozcas ––es decir, no recuerdes–– te pongas valerosamente 

a buscarlo y a recodarlo. 

MEN. –– Me parece que dices bien, Sócrates, aunque no sé por qué. 

SÓC. ––A mí también me parece, Menón. Aunque en lo referente a 

los demás aspectos, no insistiría tanto con este discurso; en cambio, 

creemos que es necesario buscar lo que no se sabe para ser mejores, 

más esforzados y menos inoperantes que si creyésemos que no cono- 

cemos ni somos capaces de encontrar, ni que es necesario buscar. Y por 

esto sí estoy plenamente dispuesto a luchar, si puedo, tanto de palabra 

como de obra. 

MEN. –– También esto, Sócrates, me parece que lo dices bien. 

SÓC. –– ¿Quieres, pues, ya que estamos de acuerdo en que hay que 

indagar lo que uno no sabe que intentemos en común buscar qué es la 

virtud? 

MEN. –– Por supuesto. No obstante, Sócrates, yo preferiría, desde 

luego, examinar y escuchar lo que al principio te preguntaba, esto es: si 

                                                 

58 

 Adviértase el empleo de las dos expresiones referidas al tiempo: tón aeì chrónon (el 

tiempo que dura siempre) y tón pànta chrónon (el transcurso del tiempo todo). 

 

86a 

 

 

hay que considerar la virtud como algo que es enseñable, o bien como 

algo que se da a los hombres naturalmente o de algún otro modo. 

SÓC. –– Pues si yo mandara, Menón, no sólo sobre mí, sino también 

sobre ti, no investigaríamos primero si la virtud es enseñable o si no lo 

es, sin antes haber indagado qué es ella misma. Pero, desde el momento 

en que tú no intentas mandarte a ti mismo ––sin duda para continuar 

siendo libre––, pero intentas gobernarme a mí, y en efecto me gobier- 

nas, te he de consentir, pues ¿podría acaso proceder de otro modo? Pa- 

rece, por lo tanto, que hay que investigar cómo es algo que todavía no 

sabemos qué es. Pero, no obstante, si no todo, déjame un poco de tu go- 

bierno y concédeme que investiguemos si la virtud es enseñable o cómo 

es, y que lo hagamos a partir de una hipótesis 59. Y digo «a partir de 

una hipótesis tal como lo hacen frecuentemente los geómetras al inves- 

tigar, cuando alguien les pregunta, supongamos, a propósito de una su- 

perficie, si, por ejemplo, es posible inscribir como un triángulo esta su- 

perficie en este círculo. Ellos contestarían así: «No sé todavía si esto es 

posible, pero, como una hipótesis, creo que puede ser de utilidad para el 

caso la siguiente: si esta superficie es tal que, al aplicarla sobre esa lí- 

nea dada del círculo, le faltase una superficie igual a la que se ha apli- 

cado 60, me parece que se ha de seguir un resultado, y si, por el contra- 

rió, es imposible que eso suceda, entonces se ha de seguir otro. Y así, 

pues, quiero yo hacer una hipótesis para ver qué resulta acerca de la 

inscripción de esta superficie en el círculo, si es posible o si no lo es.» 

                                                 

59 

  «Hipótesis» significa para Platón un enunciado que sirve como punto de partida o 

condición para poder aceptar o rechazar otro. No tiene, pues, el significado moderno de 

«conjetura», ni es tampoco un enunciado que, en cuanto tal, deba ser sometido a prueba. 

Es algo, en Platón, que se supone en el examen de una cuestión cuyo estudio no puede 

hacerse, si no es de ese modo.  

60 

 El pasaje es difícil y la traducción aproximada. Para saber, en particular, si Platón 

tenía en su mente algún teorema determinado se han dado numerosas interpretaciones. 

Puede verse la n. 56 que se inicia en la pág. 36 de la edición de A. Ruiz de Elvira (Platón. 

Menón, Madrid, 1958) y consultarse el apéndice que incorpora R. S. BLUCK en su edi- 

ción del diálogo (Plato’s Meno, Cambridge, 1961, págs. 441-61). A pesar de que W. K. 

C. GUTHRIE afirma que «no es necesario comprender el ejemplo para captar el método 

hipotético que Sócrates expone. (op. cit. en n. 28, pág. 140) ––cosa que, en parte, es cier- 

ta–– y de los sutiles intentos de exponer el teorema ––cosa que, en parte, es también inte- 

resante––, creo que no deben olvidarse, por su consistencia y sencillez, dos de las obser- 

vaciones que apunta L. Robin en su traducción del Menón, a propósito de este pasaje. 

Una se refiere a la índole de la figura aludida: «entre las trazadas anteriormente, Sócrates 

alude sin duda a aquella en que, en el cuadrado de dieciséis pies, está inscrito el de ocho; 

de los triángulos rectángulos que la figura presenta, los que son interiores al primer cua- 

drado y exteriores al segundo son los que merecen especial atención; tomando la hi- 

potenusa de uno de ellos como diámetro de un círculo que él dibuja, Sócrates muestra que 

el triángulo considerado cubre el semicírculo, mientras que la otra mitad queda vacía; si 

puede cubrirse con un triángulo semejante al primero y construido sobre la misma línea 

dada, entonces se desprende...; si no puede cubrirse, se seguiría que ...• La otra, al signifi- 

cado del ejemplo: «Estamos en presencia no del enunciado de un problema, sino de un 

simple esquema de método; si tantas discrepancias se han producido es que se ha querido 

leer entre las líneas. Para Sócrates se trataba tan sólo de dar una idea del método que em- 

pleará para trata] la cuestión de los caracteres de la virtud en las condiciones anormales 

que le habían sido impuestas por Menón. Lo esencial es lo siguiente: p ej., si la virtud se 

enseña y se transmite, hay, por una parte, maestro: y discípulos, y por otra parte, lo mis- 

mo, discípulos y maestros; si la vir tud es sólo una opinión recta, hallada por una buena 

fortuna, de un lado están los padres, personas de bien, pero, con los hijos, el otro lado 

queda vacío.. (L. ROBIN, Platon, Oeuvres complètes, vol. 1, París, 1950, págs 1292-3.) 

 

87a 

Librodot  Menón                  Platón 

 

Del mismo modo, también nosotros, a propósito de la virtud, ya que ni 

sabemos qué es ni qué clase de cosa es, debemos, partiendo de una 

hipótesis, examinar si es enseñable o no, expresándonos así: ¿qué clase 

de cosa, de entre aquellas concernientes al alma, ha de ser la virtud para 

que sea enseñable o no? En primer lugar, si es algo distinto o semejante 

al conocimiento, ¿es enseñable o no ––o, como decíamos hace un mo- 

mento, recordable––? Pero es indiferente que usemos cualquiera de las 

dos palabras; en fin, pues, ¿es enseñable? ¿O no es evidente para cual- 

quiera que no otra cosa se enseña a los hombres sino el conocimiento? 

MEN. –– A mí me lo parece. 

SÓC. –– Si la virtud fuese un conocimiento, evidentemente sería en- 

señable. 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Esto, entonces, lo hemos resuelto rápidamente: si es así, se- 

rá enseñable; si no es así, no lo será.  

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– En segundo lugar, entonces tenemos que investigar, por lo 

que parece, si la virtud es un conocimiento o es algo distinto de un co- 

nocimiento. 

MEN. –– También a mí me parece que después de aquello hay que 

investigar esto. 

SÓC. ––¿Pero qué? ¿No decimos que la virtud es un bien, y no es és- 

ta una hipótesis firme para nosotros?  

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Pero si hay, además, algún otro bien, separado del conoci- 

miento, quizá la virtud no sería un conocimiento; en cambio, si no hay 

ningún bien que el conocimiento no abarque, entonces estableciendo la 

hipótesis de que es algo que tiene que ver con el conocimiento, proce- 

deríamos correctamente. 

MEN. ––Así es. 

SÓC. ––¿Y por la virtud somos buenos?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y, si buenos, también útiles? Pues todo lo bueno es útil, 

¿no? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. ––¿Y la virtud es algo útil? 

MEN. –– Necesariamente, según lo que admitimos.  

SÓC. –– Investiguemos, pues, recuperándolas una por una, cuáles 

son las cosas que nos son útiles. La salud, decimos, la fuerza, la belleza 

y hasta la riqueza también. Éstas y otras por el estilo decimos que son 

útiles, ¿no?  

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Pero estas mismas cosas decimos que también, a veces, nos 

dañan, ¿o afirmas tú algo distinto? 

MEN. –– No, sino así. 

SÓC. –– Observa ahora, ¿qué es lo que guía a cada una de esas cosas 

cuando nos son útiles y qué cuando nos dañan? ¿No es cierto, acaso, 

que son útiles cuando hay un uso correcto y que, en cambio, dañan 

cuando no lo hay?  

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Investiguemos también las que se refieren al alma. ¿Llamas 

tú a algo sensatez, justicia, valor, facilidad para aprender, memoria, 

magnificencia, etc.? 

MEN. –– Yo sí. 

SÓC. –– Observa entonces cuáles de éstas te parece que no son un 

conocimiento, sino algo distinto del conocimiento: ¿no es cierto que, en 

88a 

 

 

unos casos, dañan y, en otros, son útiles? Por ejemplo, el valor: si no 

fuera discernimiento 61 el valor, sino una suerte de temeridad, ¿no es 

cierto que cuando un hombre es temerario y carece de juicio, recibe da- 

ño, mientras que saca provecho, en cambio, cuando tiene juicio? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Entonces también sucede de este modo con la sensatez y la 

facilidad para aprender: si una es aprendida y la otra ejercitada, y am- 

bas lo son con juicio, entonces son útiles; sin juicio, dañinas? 

MEN. –– Seguramente. 

SÓC. –– En suma, pues, ¿todo lo que el alma emprende y en lo que 

persevera, cuando el discernimiento lo guía, acaba con felicidad; si lo 

hace el no-discernimientò, acaba en lo contrario? 

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– Por lo tanto, si la virtud es algo que está en el alma y que 

necesariamente ha de ser útil, tiene que ser discernimiento, puesto que 

todo lo concerniente al alma no es, en sí mismo, ni útil ni dañino, sino 

que, conforme vaya acompañado de discernimiento o no, resultará útil 

o dañino. Por este argumento, pues, siendo la virtud útil, tiene que ser 

una forma de discernimiento. 

MEN. –– A mí también me lo parece. 

SÓC. –– Y, en efecto, con las demás cosas que hace un momento 

mencionábamos ––la riqueza, etc.––, que, unas veces, son buenas y, 

otras, dañinas, ¿no sucede también que, lo mismo que con respecto al 

resto del alma 62, el discernimiento, sirviendo de guía, hace, como vi- 

mos, útiles las cosas del alma misma ––mientras que el no- 

discernimiento las hace dañinas––, del mismo modo el alma, usándolas 

y conduciéndolas correctamente las hace útiles, e incorrectamente, da- 

ñinas? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. ––¿Y correctamente guía el alma racional, e incorrectamente, 

la irracional? 

MEN. ––Así es. 

SÓC. –– Entonces, puede decirse así, en general: todo para el hombre 

depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma misma de- 

pende del discernimiento para ser bueno; y, por lo tanto, según este ra- 

zonamiento, lo útil sería discernimiento. ¿No afirmamos acaso que la 

virtud es útil? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Entonces concluyamos ahora que la virtud es discernimien- 

to, ya todo o parte de él 63

MEN. –– Me parece, Sócrates, que las cosas que has dicho están bien 

dichas. 

SÓC. –– Entonces, si esto es así, los buenos no lo han de ser por na- 

turaleza. 

MEN. –– Me parece que no. 

SÓC. ––Además hubiera sucedido lo siguiente: si los buenos lo fue- 

ran por naturaleza, tendríamos que haber tenido personas que efectiva- 

mente reconocieran, de entre los jóvenes, los que son buenos por natu- 

raleza; y nosotros, por otra parte, nos habríamos apoderado de estos úl- 

timos, conforme a las indicaciones de aquéllos, y los habríamos custo- 

                                                 

61 

 He mantenido siempre como traducción de phrónesis la palabra discernimiento. 

 

62 

 Lo que no es discernimiento. 

63 

 El razonamiento, obviamente, es así: lo útil es discernimiento; la virtud es útil; por 

tanto, la virtud es discernimiento. 

89a 

 

diado en la acrópolis 64, marcándolos con mayor cuidado que al oro, pa- 

ra que nadie los echase a perder y pudieran, una vez alcanzada la edad 

conveniente, ser útiles al Estado. 

MEN. –– Probablemente, Sócrates. 

SÓC. –– ¿Si los buenos, por tanto, no lo son por naturaleza, lo llega- 

rán a ser por aprendizaje? 

MEN. –– Me parece que no hay ya otro remedio sino que sea así; 

además, es evidente, Sócrates, que es enseñable, según nuestra hipóte- 

sis de que la virtud es conocimiento. 

SÓC. ––Quizás, ¡por Zeus!, pero tal vez no estábamos en lo cierto al 

admitirla. 

MEN. –– Parecía, sin embargo, hace poco, que la decíamos bien. 

SÓC. –– Pero no tiene que parecer bien dicha sólo anteriormente, si- 

no también ahora y después, si quiere ser válida. 

MEN. –– ¿Y entonces qué? ¿Qué obstáculo encuentras y por qué 

sospechas que la virtud pueda no ser un conocimiento? 

SÓC. ––Te lo diré, Menón. Sobre «que es enseñable, si es un cono- 

cimiento», no retiro mi parecer de que esté bien dicho; pero sobre «que 

sea un conocimiento», observa tú si no te parece verosímil sospecharlo. 

Dime, en efecto, si cualquier asunto fuera enseñable, y no sólo la vir- 

tud, ¿no sería necesario que de él hubiera también maestros y discípu- 

los? 

MEN. –– A mí me lo parece. 

SÓC. –– Si, por el contrario, entonces, de algo no hay ni maestros ni 

discípulos, ¿conjeturaríamos bien acerca de ello si supusiéramos que no 

es enseñable? 

MEN. ––Así es; pero, ¿no te parece que hay maestros de virtud? 

SÓC. –– A menudo, por cierto, he buscado si habría tales maestros, 

pero, no obstante todos mis esfuerzos, no logro encontrarlos. Y los bus- 

co, sin embargo, junto con muchos otros, sobre todo entre aquellos que 

creo que son expertos en el asunto... ¡Pero he aquí, Menón, que precisa- 

mente ahora, en el momento más oportuno, se ha sentado junto a noso- 

tros Ánito! ¡Hagámoslo partícipe de nuestra búsqueda!, que procede- 

remos bien al hacerlo. En efecto, Ánito, en primer lugar, es hijo de pa- 

dre rico y hábil, Antemión 65, que enriqueció no por obra del azar ni de 

algún legado ––como le acaba de suceder ahora a Ismenias de Tebas 66, 

que recibió los bienes de Polícrates 67––, sino lográndolos con su saber 

y su diligencia; en segundo lugar, en cuanto al resto del carácter del pa- 

                                                 

64 

 En Atenas, como en otras ciudades, los tesoros públicos se guardaban en los templos 

de la acrópolis. 

 

65 

 Aparte de un escolio al Eutifrón, que lo menciona co- 

mo derivando su fortuna del trabajo o comercio con los 

cueros, éstas son las únicas referencias que se tienen del pa- 

dre de Anito. Pero hay que tomar con cuidado estos datos, porque, como señala bien A. 

CROISET, «Platón se entretiene en el elogio de Antemión sin duda para subrayar un con- 

traste entre padre e hijo y hacer de éste, por un efecto de ironía, como un ejemplo en apo- 

yo de la tesis que Sócrates ha de sostener. (Platon, Oeuvres complètes, vol. III, 2.4 parte, 

París, Les Belles Lettres, 1923, pág. 265, n.). 

66 

 Se trata, seguramente, de la persona de que habla JENOFONTE (Helénicas III 5, 2) 

y que fue dirigente del partido antiespartano en Tebas. Platón lo menciona también en 

República 336a. 

67 

 Probablemente, no se refiere al tirano de Samos ––que vivió en el siglo VI––, sino a 

un retórico ateniense, contemporáneo de Sócrates, partidario de la democracia, autor de 

un Elogio de Trasibulo y una Acusación de Sócrates y que podría haber ayudado econó- 

micamente a la causa de Ismenias (cf. n. 66). 

 

90a 

 

 

dre, no se ha mostrado éste nunca como un ciudadano arrogante, ni en- 

greído, ni intratable, sino, por el contrario, como un hombre mesurado 

y amable; en tercer lugar, crió y educó bien a su hijo, a juicio del pue- 

blo ateniense, ya que lo eligen, en efecto, para las más altas magistratu- 

ras. Justo será, pues, buscar con personas como éstas los maestros de 

virtud que haya o que no haya, y cuáles son. Indaga entonces con noso- 

tros, Ánito, conmigo y con tu huésped Menón, aquí .presente, acerca de 

este asunto: cuáles pueden ser los maestros. Y haz, por ejemplo, estas 

consideraciones: si quisiéramos que Menón fuese un buen médico, ¿a 

qué maestros lo encomendaríamos? ¿No sería a los médicos? 

ÁNITO. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Y si quisiéramos, en cambio, que fuese un buen zapatero, 

¿no lo encomendaríamos a los zapateros?  

ÁN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y así con los demás?  

ÁN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Dime entonces, volviendo nuevamente sobre esto: enco- 

mendándolo a los médicos, haríamos bien si quisiéramos que fuese un 

buen médico. Pero cuando decimos eso, ¿estamos sosteniendo lo si- 

guiente: que encomendándolo a ellos obraríamos sensatamente si lo 

mandáramos mejor a los que ejercen la profesión que a los que no, a los 

que perciben una remuneración por este servicio y que se declaran 

maestros del que quiere ir a aprender? ¿No obraríamos bien si fijáramos 

nuestra atención en estas cosas? 

ÁN. –– Sí. 

SÓC. –– Entonces con el arte de tocar la flauta y con las demás, ¿no 

sucederá lo mismo? Sería mucha inconsciencia el querer que alguien se 

haga flautista y no encomendarlo a los que prometen enseñar ese arte y 

percibir por ello una remuneración, y, en cambio, causar molestias a 

quienes ni pretenden ser maestros ni tienen un solo discípulo del saber 

que nosotros consideramos digno de aprender de aquel al que lo enco- 

mendamos. ¿No te parece que sería una gran tontería? 

ÁN. –– Sí, ¡por Zeus!, y también una ignorancia. 

SÓC. –– Dices bien. Ahora, entonces, es posible que me ayudes a de- 

liberar y lo hagas conmigo, en común, acerca de tu huésped Menón, 

que está aquí. Hace rato que él me dice, Ánito, que anhela ese saber y 

esa virtud gracias a los cuales los hombres gobiernan bien sus casas y el 

Estado, se ocupan de sus progenitores y conocen la manera de acoger y 

apartar a ciudadanos y extranjeros, tal como es propio de un hombre de 

bien. En relación, pues, con esta virtud, considera tú a quiénes habría- 

mos de encomendarlo, para que lo hiciéramos bien. ¿O es evidente, se- 

gún lo que acabamos de decir, que a aquellos que prometen ser maes- 

tros de virtud y que se declaran abiertos a cualquiera de los griegos que 

quiera aprender, habiendo fijado y percibiendo una remuneración por 

ello? 

ÁN. –– ¿Y quiénes son ésos, Sócrates? 

SÓC. –– Lo sabes bien tú mismo que me estoy refiriendo a los que la 

gente llama sofistas 68 

ÁN. –– ¡Por Heraclës, cállate, Sócrates! Que ninguno de los míos, ni 

mis amigos más cercanos, ni mis conocidos, conciudadanos o extranje- 

                                                 

68 

 Para el término «sofista», cf. la n. 8 de la pág. 509 del vol. 1 de estos Diálogos. Una 

presentación actualizada de la vieja sofística griega es la de W. K. C. GUTHRIE, A His- 

tory of Greek Philosophy, vol. III, Cambridge, 1969, págs. 27-54. Quien busque un enfo- 

que diferente del platónico, hará bien en recurrir al aún hoy válido cap. 57 de la obra de 

G. GROTE, History of Greece, 8 vols., Londres, 1846-55 (hay numerosas reediciones). 

91a 

 

 

ros, caiga en la locura de ir tras ellos y hacerse arruinar, porque eviden- 

temente son la ruina y la perdición de quienes los frecuentan. 

SÓC. –– ¿Qué dices Ánito? ¿Son ellos, acaso, los únicos de cuantos 

pretendiendo saber cómo producir algún beneficio, difieren de manera 

tal de los demás que, no sólo no son útiles, como los otros, cuando uno 

se les entrega, sino que incluso también pervierten? ¿Y por semejante 

servicio se atreven manifiestamente a pedir dinero? Yo, por cierto, no 

imagino cómo podré creerte. Sé, por ejemplo, que un solo hombre, Pro- 

tágoras, ha ganado más dinero con este saber que Fidias ––tan famoso 

por las admirables obras que hacía–– y otros diez escultores juntos. 

¡Qué extraño lo que dices! Si los que reparan zapatos viejos y los que 

remiendan mantos devolvieran en peor estado del que los recibieron 

tanto los zapatos como los mantos, no pasarían inadvertidos más de 

treinta días, sino que, si hiciesen eso, bien pronto se morirían de ham- 

bre. Pero he aquí que Protágoras, en cambio, sin que toda la Grecia lo 

advirtiera, ha arruinado a quienes lo frecuentaban y los ha devuelto en 

peor estado que cuando los había recibido, y lo ha hecho por más de 

cuarenta años ––ya que creo, en efecto, que murió cerca de los setenta, 

después de haber consagrado cuarenta al ejercicio de su arte 69––, y en 

todo ese tiempo y hasta el día de hoy no ha cesado de gozar de renom- 

bre. Y no sólo Protágoras, sino muchísimos más, algunos anteriores 70

él y otros todavía en vida 71. ¿Diremos, entonces, sobre la base de tus 

palabras, que ellos conscientemente engañan y arruinan a los jóvenes, o 

que ni ellos mismos se dan cuenta? ¿Tendremos que considerarlos tan 

locos precisamente a éstos de los que algunos afirman que son los 

hombres más sabios? 

ÁN. –– ¡Locos...! No son ellos los que lo están, Sócrates. Sí, en cam- 

bio, y mucho más los jóvenes que les pagan. Y todavía más que éstos, 

los que se lo permiten, sus familiares, pero por encima de todos, locas 

son las ciudades, que les permiten la entrada y no los echan, ya sea que 

se trate de un extranjero que se proponga hacer algo de esto, ya de un 

ciudadano. 

SÓC. –– Pero Anito, ¿te ha hecho daño alguno de los sofistas o qué 

otro motivo te lleva a ser tan duro con ellos?  

ÀN. –– ¡Por Zeus!, yo nunca he frecuentado jamás a ninguno de 

ellos, ni dejaría que lo hiciese alguno de los míos. 

SÓC. –– ¿Pero entonces no tienes por completo experiencia de estas 

personas? 

ÁN. –– ¡Y que no la tenga! 

SÓC. –– ¡Pero hombre bendito!, ¿cómo vas a saber si en este asunto 

hay algo bueno o ––malo, si eres completamente inexperto? 

ÁN. –– Muy fácil: con experiencia o sin ella, sé perfectamente bien 

quiénes son ésos. 

SÓC. –– Tal vez eres un adivino, Ánito, porque me asombra, de 

acuerdo con lo que tú mismo has dicho, cómo podrías de alguna otra 

manera saber algo acerca de ellos. Sin embargo, nosotros no estábamos 

buscando quiénes son los que echarían a perder a Menón, si él fuera 

con ellos ––y admitamos, si quieres, que nos referimos a los sofistas––, 

sino a aquellos a los que él tendría que dirigirse, en una ciudad tan 

grande, para llegar a ser digno de consideración en esta virtud de la que 

                                                 

69 

 Se estima que Protágoras vivió entre 491/490 y 421/420 a. C. (Ct. GUTHRIE,

History..., pág. 262.) 

70 

 Cf. Protágoras 316d-e. 

71 

 Probablemente, Hipias, Pródico y Gorgias. (CC. Apologia 19e.) 

 

92a 

 

 

hasta ahora he discurrido. Y tú tienes que decírnoslo, haciendo así un 

favor a este tu amigo paterno al indicárselos. 

ÁN. –– ¿Y tú, por qué no se los has indicado? 

SÓC. –– Porque ya lo dije: yo suponía que ellos eran los maestros de 

estas cosas. Pero encuentro, por lo que afirmas, que en realidad no he 

dicho nada. Y; tal vez, estés en lo cierto. De modo, entonces, que ahora 

te toca a ti indicar a qué atenienses habrá de dirigirse. Di también un 

nombre, el del que quieras. 

ÁN. ––¿Y por qué quieres oír el nombre de uno solo? Cualquiera de 

los atenienses bellos y buenos 72 con que se encuentre, sin excepción, lo 

harán un hombre, mejor ––siempre que les haga caso–– que los sofis- 

tas. 

SÓC. ––¿Y ésos han llegado a ser bellos y buenos por azar, sin 

aprender de nadie, y son, sin embargo, capaces t de enseñar a los demás 

lo que ellos no han aprendido?  

ÁN. –– Yo estimo que ellos han aprendido de sus predecesores, que 

eran también personas bellas y buenas. ¿O no crees que haya habido 

muchas en esta ciudad? 

SÓC. –– Lo creo, Ánito, y me parece también que hay aquí figuras 

buenas en asuntos políticos, y que las ha habido, además, antes y en no 

menor cantidad que hoy. ¿Pero han sido también buenos maestros de la 

propia virtud? Ésta es, precisamente, la cuestión que estamos debatien- 

do: no si hay hombres buenos en esta ciudad, ni si los ha habido ante- 

riormente, sino que hace rato que estamos indagando si la virtud es en- 

señable. E indagando eso, indagamos asimismo si los hombres buenos, 

tanto los actuales como los del pasado, conocieron de qué manera 

transmitir también a otros esa virtud que a ellos los hacía buenos, o 

bien si se daba el caso de que para el hombre no es ella ni transmisible 

ni adquirible. Esto es, precisamente, lo que hace rato estamos buscando 

yo y Menón. 

Dime, según tu propio punto de vista: ¿no afirmarías que Temístocles 

fue un hombre de bien? 

ÁN. –– Yo sí, y en alto grado. 

SÓC. –– ¿Y también un buen maestro ––pues si alguien lo fue de la 

propia virtud, nadie más que él––? 

ÁN. ––Pienso que sí, de haberlo querido. 

SÓC. ––Pero, ¿crees que no habría querido que otros fueran bellos y 

buenos, y en particular su hijo? ¿O supones que le tenía envidia y que 

deliberadamente no le transmitió esa virtud que a él le hacía bueno? 

¿No has oído que Temístocles hizo educar a su hijo Cleofante como 

buen jinete? Y éste, en efecto, sabía mantenerse de pie, erguido, sobre 

el caballo y desde esa posición arrojaba jabalinas y realizaba muchas 

otras y asombrosas proezas que aquél le había hecho enseñar, convir- 

tiéndolo en un experto en todo aquello que dependía de los buenos. 

maestros; ¿o no has oído esas cosas de los viejos? 

ÁN. –– Las he oído. 

SÓC. –– Luego, eso no era debido a que la naturaleza de su hijo fue- 

se mala. 

ÁN. –– Tal vez no. 

SÓC. –– ¿Y qué entonces acerca de esto? ¿Has oído alguna vez, por 

parte de algún joven o anciano, qué Cleofante, el hijo de Temístocles, 

haya logrado ser un hombre de bien y sabio como su padre? 

                                                 

72 

 Para el alcance de la expresión griega, véase n. 52 de Protágoras. Por otra parte, en 

lo que sigue deberán tomarse como sinónimas las expresiones «hombre bueno» y «hom- 

bre de bien».. 

93a 

 

ÁN. –– No, por cierto. 

SÓC. –– ¿Tendremos, pues, que suponer que él quiso hacer educar a 

su hijo en esas cosas, y que, en cambio, en aquel saber del cual él mis- 

mo se hallaba dotado, no quiso hacerlo mejor a su hijo que a sus veci- 

nos, si es que la virtud es enseñable? 

ÁN. –– ¡Por Zeus!, seguramente que no. 

SÓC. –– Y éste es, en efecto, un maestro tal de virtud que tú también 

admites que fue uno de los mejores del pasado. Pero examinemos otro: 

Arístides 73, el hijo de Lisímaco 74, ¿o no admites que ha sido bueno? 

ÁN. –– Yo sí, sin duda alguna. 

SÓC. –– También ése educó a su hijo Lisímaco en lo que estuvo al 

alcance de los maestros, del modo más magnífico posible entre los ate- 

nienses, pero ¿te parece que ha lo grado hacer de él un hombre mejor 

que cualquier otro? Tú lo has frecuentado y sabes cómo es. Y si quieres 

otro, Pericles, un hombre tan espléndidamente lúcido, ¿sabes acaso que 

tuvo dos hijos, Páralo y Jántipo 75

ÁN. –– Sí. 

SÓC. –– Y a ambos, como sabes también tú, les enseñó a ser jinetes 

no inferiores a ninguno de los atenienses, y los hizo educar también en 

música, en gimnasia y en cuan tas artes hay, de manera que tampoco 

fueran inferiores a ninguno: ¿no quería entonces hacerlos hombres de 

bien? Yo creo que lo quería, pero tal vez eso no fue enseñable. Y para 

que no supongas que son pocos, y los más desdeñables de los atenien- 

ses los que son incapaces de lograr esto, ten en cuenta que también Tu- 

cídides 76 tuvo dos hijos: Melesias y Estéfano, a los que dio una exce- 

lente educación en todo, y, especialmente en la lucha, fueron los mejo- 

res de Atenas ––uno lo había confiado a Jantias y el otro a Eudoro, a 

los que se consideraba los más eminentes luchadores de entonces––, ¿o 

no lo recuerdas? 

ÁN. –– Sí, lo he oído. 

SÓC. –– ¿No es evidente que éste no habría hecho enseñar a sus 

hijos aquellas cosas cuya enseñanza exigía un gasto, descuidando, en 

cambio, de proporcionarles las que no necesitaba pagar para hacerlos 

hombres de bien, si ésas hubieran sido enseñables? ¿O era, quizás, Tu- 

cídides un hombre limitado, que no tenía muchos amigos ni entre los 

atenienses ni entre sus aliados? Procedía de una familia influyente y 

gozaba de gran poder tanto en la ciudad como entre los demás griegos, 

de modo que si se hubiera tratado de algo enseñable, habría encontrado 

quien se encargara de hacer buenos a sus hijos, ya sea entre los ciu- 

dadanos, ya entre los extranjeros, en el caso de que él mismo no hubie- 

se tenido tiempo por sus ocupaciones públicas. Pero lo que sucede, 

amigo Anito, es que tal vez la virtud no sea enseñable. 

ÁN. –– ¡Ah... Sócrates! Me parece que fácilmente hablas mal de los 

demás. Yo te aconsejaría, si me quieres hacer caso, que te cuidaras; 

porque, del mismo modo que en cualquier otra ciudad es fácil hacer 

mal o bien a los hombres, en ésta lo es en modo muy particular. Creo 

que también tú lo sabes. (Se va, o, haciéndose a un lado, deja de parti- 

cipar en la conversación.) 

                                                 

73 

 Cf. Gorgias 526b. 

74 

 Es, además, personaje del Laques. 

75 

 Cf. Protágoras 315a.  

76 

 Se refiere al hijo de Melesiás, nacido hacia el 505 a. C., miembro del grupo antide- 

mocrático y vigoroso rival de Pericles. Es, probablemente, el abuelo materno del histo- 

riador del mismo nombre (nacido hacia 455). 

 

94a 

95a 

 

SÓC. ––Me parece, Menón, que Anito se ha irritado 77, y no me 

asombra, ya que, en primer lugar, cree que estoy acusando a estos 

hombres y, en segundo lugar, se considera él también uno de ellos. Pero 

si llegara a saber alguna vez qué significa «hablar mal» 78, cesaría de 

irritarse; pero ahora lo ignora. Mas dime tú, ¿no hay entre vosotros 

hombres bellos y buenos? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. ––¿Y entonces? ¿Están dispuestos a ofrecerse como maestros a 

los jóvenes y a aceptar que son maestros o ––lo que es lo mismo–– que 

la virtud es enseñable? 

MEN. –– No, ¡por Zeus!, Sócrates, que unas veces les oyes decir que 

es enseñable y otras que no. 

SÓC. –– ¿Hemos de afirmar, entonces, que son maestros de semejan- 

te disciplina, éstos, que ni siquiera se ponen de acuerdo sobre eso? 

MEN. –– Me parece que no, Sócrates. 

SÓC. –– ¿Y entonces, qué? Esos sofistas, que son los únicos que 

como tales se presentan, ¿te parece que son maestros de virtud? 

MEN. –– He ahí, Sócrates, lo que admiro, sobre todo, en Gorgias: 

que jamás se le oye prometer eso; por el contrario, se rie de los demás 

cuando oye esas promesas. Lo que él cree es que hay que hacer hábiles 

a las personas en el hablar. 

SÓC. –– ¿Tampoco a ti te parece, entonces, que los sofistas son 

maestros? 

MEN. –– No podría decirte, Sócrates. A mí también me sucede como 

a los demás: unas veces me parece que lo son, otras, que no. 

SÓC. –– ¿Y sabes que no sólo a ti y a los demás políticos a veces pa- 

rece la virtud enseñable y a veces no, sino que también el poeta Teog- 

nis dice estas mismas cosas? ¿Lo sabes? 

MEN. –– ¿En cuáles versos? 

SÓC. –– En los elegíacos donde dice:  

 

Y junto a ellos bebe y come, y con ellos 

siéntate, y procura agradarles, que tienen gran poder.  

Porque de los buenos, cosas buenas aprenderás; mas si con los malos 

te mezclas, también tu juicio has de perder 79

¿Sabes que en ellos se habla de la virtud como si fuese enseñable? 

MEN. –– Lo parece, efectivamente. 

SÓC. –– Pero en otros, cambiando un poco su posición, dice: 

 

Si se pudiera forjar e implantar en un hombre el pensamiento 80,  

 

y continúa más o menos así: 

 

cuantiosas y múltiples ganancias habrían sacado81 

 

los que fueran capaces de hacer eso, y... 

 

                                                 

77 

 Ánito no ha comprendido lo que ha dicho Sócrates. Los datos que éste ha traído a 

colación sobre Temístocles, Arístides, Pericles y Tucídides no los ha sabido tomar como 

tales, sino como calumnias o maledicencias. El propósito de Platón es el de reflejar el ti- 

po de mentalidad de estas figuras influyentes del momento. 

78 

 La expresión griega lo mismo puede significar «ofender», «infamar», «denigrar» 

(así la entiende Anito), que «hablar incorrectamente de. (así la entiende Sócrates). Cf. n. 

55 del Eutidenro. 

79 

 Versos 33-36 (DIEHL). 

80 

 Verso 435 (DIEHL). 

81 

 Verso 434 (DIEHL). 

 

 

jamás de un buen padre un mal hijo saldría,  

obedeciendo sus sensatos preceptos. Pero enseñando  

nunca harás de un malvado un hombre de bien82

 

¿Te das cuenta de que él mismo, de nuevo, a propósito de la misma 

cuestión, cae en contradicción consigo mismo? 

MEN. –– Parece. 

SÓC. –– ¿Podrías mencionarme algún otro asunto en que, por un la- 

do, quienes declaren ser sus maestros, no sólo no son reconocidos como 

tales por los demás, sino que se piensa que nada conocen de él y que 

son ineptos precisamente en aquello de lo que afirman ser maestros, 

mientras que, por otro lado, los que son reconocidos como hombres be- 

llos y buenos unas veces afirman que es enseñable, otras que no; en 

suma, los que andan confundidos acerca de cualquier cosa, podrías 

afirmar que son maestros en el significado propio de la palabra? 

MEN. –– ¡Por Zeus!, no. 

SÓC. –– Pero si ni los sofistas ni los hombres bellos y buenos son 

maestros del asunto, ¿no es evidente que tampoco podrá haber otros? 

MEN. ––Me parece que no. 

SÓC. ––¿Pero si no hay maestros, tampoco hay discípulos? 

MEN. –– Me parece que es como dices. 

SÓC. –– Y hemos convenido, ciertamente, que aquello de lo que no 

hay maestros ni discípulos no es enseñable?  

MEN. –– Lo hemos convenido. 

SÓC. –– ¿Y de la virtud no parece, pues, que haya maestros por nin- 

guna parte? 

MEN. ––Así es. 

SÓC. –– ¿Pero si no hay maestros, tampoco hay discípulos? 

MEN. ––Así parece. 

SÓC. –– ¿Por lo tanto, la virtud no sería enseñable?  

MEN. –– No parece que lo sea, si es que hemos investigado correc- 

tamente. De modo que me asombro, Sócrates, tanto de que puedan no 

existir hombres de bien, como del modo en que se puedan haber forma- 

do los que existen.  

SÓC. –– Temo, Menón, que tú y yo seamos unas pobres criaturas, y 

que no te haya educado satisfactoriamente a ti Gorgias, ni a mí Pródico 

83 

. Así que más que de cualquier otra cosa, tenemos que ocuparnos de 

nosotros mismos y buscar a aquel que, de una manera u otra, nos haga 

mejores. Digo esto teniendo la vista puesta en la indagación reciente, ya 

que es ridículo cómo no advertimos que no es sólo con la guía del co- 

nocimiento con lo que los hombres realizan sus acciones correctamente 

y bien; y ésta es, sin duda, la vía por la que se nos ha escapado el saber 

de qué manera se forman los hombres de bien. 

MEN. –– ¿Qué quieres decir, Sócrates? 

SÓC. –– Esto: habíamos admitido correctamente que los hombres de 

bien deben ser útiles y que no podría ser de otra manera, ¿no es así? 

MEN. –– Si. 

SÓC. –– Pero, que no sea posible guiar correctamente, si no se es sa- 

bio, esto parece que no hemos acertado al admitirlo. 

MEN. –– ¿Cómo dices? 

                                                 

82 

 Versos 436-8 (DIEHL). 

83 

 Véanse n. 36 al Eutidemo  y n. 58 al Protágoras  

 

96a 

97a 

 

 

SÓC. –– Te explicaré. Si alguien sabe el camino que conduce a Lari- 

sa o a cualquier otro lugar que tú quieras y lo recorre guiando a otros, 

¿no los guiará correctamente y bien? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Y si alguien opinase correctamente acerca de cuál es el ca- 

mino, no habiéndolo recorrido ni conociéndolo, ¿no guiaría también és- 

te correctamente? 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Pero mientras tenga una opinión verdadera acerca de las co- 

sas de las que el otro posee conocimiento, ¿no será un guía peor, opi- 

nando sobre la verdad y no conociéndola, que él que la conoce? 

MEN. –– No, ciertamente. 

SÓC. –– Por lo tanto, la opinión verdadera, en relación con la recti- 

tud del obrar, no será peor guía que el discernimiento; y es esto, preci- 

samente, lo que antes omitíamos al investigar acerca de cómo era la vir- 

tud, cuando afirmábamos que solamente el discernimiento guiaba co- 

rrectamente el obrar. En efecto, también puede hacerlo una opinión que 

es verdadera. 

MEN. ––Parece. 

SÓC. –– En consecuencia, no es menos útil la recta opinión que la 

ciencia. 

MEN. –– Excepto que, Sócrates, el que tiene el conocimiento acerta- 

rá siempre, mientras que quien tiene recta opinión algunas veces lo lo- 

grará, otras, no. 

SÓC. –– ¿Cómo dices? El que tiene una recta opinión, ¿no tendría 

que acertar siempre, por lo menos mientras opine rectamente? 

MEN. –– Me parece necesario. De modo que me asombro, Sócrates, 

siendo así la cosa, de por qué el conocimiento ha de ser mucho más 

preciado que la recta opinión y con respecto a qué difiere el uno de la 

otra. 

SÓC. –– ¿Sabes con respecto a qué te asombras, o te lo digo yo? 

MEN. –– Dímelo, por favor. 

SÓC. –– Porque no has prestado atención a las estatuas de Dédalo 84; 

tal vez no las hay entre vosotros. 

MEN. –– ¿Por qué motivo dices eso? 

SÓC. –– Porque también ellas, si no están sujetas, huyen y andan va- 

gabundeando, mientras que si lo están, permanecen. 

MEN. –– ¿Y entonces, qué? 

SÓC. –– Poseer una de sus obras que no esté sujeta no es cosa digna 

de gran valor; es como poseer un esclavo vagabundo que no se queda 

quieto. Sujeta, en cambio, es de mucho valor. Son, en efecto, bellas 

obras. Pero, ¿por qué motivo digo estas cosas? A propósito, es cierto, 

de las opiniones verdaderas. Porque, en efecto, también las opiniones 

verdaderas, mientras permanecen quietas, son cosas bellas y realizan 

todo el bien posible; pero no quieren permanecer mucho tiempo y esca- 

pan del alma del hombre, de manera que no valen mucho hasta que uno 

no las sujeta con una discriminación de la causa 85. Y ésta es, amigo 

                                                 

84 

 Se decía que las estatuas de Dédalo, con los ojos abiertos, los brazos extendidos y 

las piernas separadas, en actitud de caminar, producían la impresión vital del movimiento 

y de la visión. (Cf. DIODORO, IV 76, y el escoliasta de este pasaje del Menón.) A ellas 

también se refiere PLATÓN en Eutifrón (11b-c y 15b), en Ión (533ª-b) y en Hipias Ma- 

yor (282a).  

 

85 

 aitías logisnloí, es decir, más técnicamente, «secuencia causal», « razonamiento 

fundado en la causalidad» o «consideración del fundamento» (RUIZ DE ELVIRA, Pla- 

tón. Menón) 

98a 

 

 

Menón, la reminiscencia, como convinimos antes 86. Una vez que están 

sujetas, se convierten, en primer lugar, en fragmentos de conocimientos 

y, en segundo lugar, se hacen estables. Por eso, precisamente, el co- 

nocimiento es de mayor valor que la recta opinión y, además, difiere 

aquél de ésta por su vínculo. 

MEN. –– ¡Por Zeus, Sócrates, que algo de eso parece!  

SÓC. –– Pero yo también, sin embargo, no hablo sabiendo, sino con- 

jeturando 87. Que son cosas distintas la recta opinión y el conocimiento, 

no me parece que lo diga ciertamente sólo por conjetura, pero si alguna 

otra cosa puedo afirmar que se ––y pocas serían las que afirme––, ésta 

es precisamente una de las que pondría entre ellas. 

MEN. –– Y dices bien, Sócrates. 

SÓC. ––¿Y entonces? ¿No decimos también correctamente esto: que 

la opinión verdadera, guiando cada acción, produce un resultado no 

menos bueno que el conocimiento? 

MEN. –– También en esto me parece que dices verdad.  

SÓC. –– Por lo tanto, la recta opinión no es peor que el conocimien- 

to, ni será menos útil para el obrar, ni tampoco el hombre que tiene 

opinión verdadera que el que tiene conocimiento. 

MEN. –– Así es. 

SÓC. ––¿Y habíamos también convenido que el hombre bueno es 

útil 88

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– Por consiguiente, no sólo por medio del conocimiento pue- 

de haber hombres buenos y útiles a los Estados, siempre que lo sean, 

sino también por medio de la recta opinión, pero ninguno de ellos se da 

en el hombre naturalmente, ni el conocimiento ni la opinión verdadera, 

¿o te parece que alguna de estas dos cosas puede darse por naturaleza? 

MEN. –– A mí, no. 

SÓC. ––Si no se dan, pues, por naturaleza, ¿tampoco los buenos po- 

drán ser tales por naturaleza? 

MEN. –– No, por cierto. 

SÓC. –– Y puesto que no se dan naturalmente, investigamos después 

89 

 si la verdad es enseñable. 

MEN. –– Sí. 

SÓC. ––¿Y no nos parecía enseñable, si la virtud era discernimiento? 

MEN. –– Sí. 

SÓC. –– ¿Y que, si era enseñable, sería discernimiento 90

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– ¿Y que, si había maestros, sería enseñable, pero, si no los 

había, no sería enseñable 91?  

MEN. –– Así. 

SÓC. ––¿Pero no habíamos convenido en que no hay maestros de 

ella 92

MEN. –– Eso es. 

SÓC. –– Por lo tanto, ¿habíamos convenido en que no es enseñable 

ni es discernimiento 93

                                                 

86 

 Cf. 85c9-d1. 

87 

 Con el significado de «hipótesis» (cf. n. 59) y no con el significado más técnico que 

tiene el término en República (especialmente, en 51 le y 534a). 

88 

 Cf. 87e1. 

89 

 Cf. 89b y ss.  

90 

 Cf. 87c2-3.  

91 

 Cf. 89d-e 

92 

 Cf. 96b7-9.  

93 

 Cf. 96c 10d1 

 

 

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– ¿Pero habíamos convenido en que era una cosa buena 94

MEN. –– Sí. 

SÓC. ––¿Y que es útil y bueno lo que guía correctamente 95

MEN. –– Por supuesto. 

SÓC. –– Y que hay sólo dos cosas que pueden guiarnos bien: la opi- 

nión verdadera y el conocimiento 96, y que el hombre que las posee se 

conduce correctamente. Pero, las cosas que por azar se producen co- 

rrectamente, no dependen de la dirección humana, mientras que aque- 

llas cosas con las cuales el hombre se dirige hacia lo recto son dos: la 

opinión verdadera y el conocimiento. 

MEN. –– Me parece que es así. 

SÓC. –– Entonces, puesto que no es enseñable, ¿no podemos decir 

ya más que la virtud se tiene por el conocimiento? 

MEN. –– No parece. 

SÓC. –– De las dos cosas, pues, que son buenas y útiles, una ha sido 

excluida y el conocimiento no podrá ser guía del obrar político. 

MEN. –– Me parece que no. 

SÓC. –– Luego no es por ningún saber, ni siendo sabios, como go- 

bernaban los Estados hombres tales como Temístocles y los otros que 

hace un momento decía Ánito; y, por eso precisamente, no estaban en 

condiciones de hacer a los demás como ellos, pues no eran tal como 

eran por obra del conocimiento. 

MEN. –– Parece Sócrates, que es como tú dices. 

SÓC. –– Entonces, si no es por el conocimiento, no queda sino la 

buena opinión. Sirviéndose de ella los hombres políticos gobiernan los 

Estados y no difieren en nada, con respecto al conocimiento, de los va- 

tes y los adivinos. Pues, en efecto, también ellos dicen, por inspiración, 

muchas verdades, pero no saben nada de lo que dicen. 

MEN. –– Puede ser que así sea. 

SÓC. –– ¿Será conveniente, entonces, Menón, llamar divinos a estos 

hombres que, sin tener entendimiento, llevan a buen término muchas y 

may grandes obras en lo que hacen y dicen?  

MEN. –– Ciertamente. 

SÓC. –– Correctamente llamaríamos divinos a los que acabamos de 

mencionar, vates, adivinos y poetas todos, y también a los políticos, no 

menos que de ésos podríamos decir que son divinos e inspirados, pues- 

to que es gracias al hálito del dios y poseídos por él, cómo con sus pa- 

labras llevan a buen fin muchos y grandes designios, sin saber nada de 

lo que dicen. 

MEN. –– Por cierto. 

SÓC: –– Y también las mujeres, Menón, llaman divinos a los hom- 

bres de bien. Y los laconios, cuando alaban a un hombre de bien, dicen: 

«Hombre divino es éste». 

MEN. –– Y parece, Sócrates, que se expresan correctamente. Pero 

quizás este Anito podría enojarse con tus palabras 97

                                                 

94 

 Cf. 87d2-4. 

95 

 Cf. 88b-e. 

96 

 Cf. 96e-97c. 

 

97 

 La adjudicación de estas líneas ––y de las iniciales siguientes ha sido discutida por 

los estudiosos. La distribución de la versión latina de Aristipo (siglo x11 d. C.) es la si- 

guiente: SÓC. –– Pero quizás... palabras. MEN. –– No me importa. SÓC. –– Con él, Me- 

nón... etc. (Plato Latinus, vol. 1: «Meno» interprete Henrico Aristippo, ed. 

KORDEUTER, Londres, 1940, pág. 44). FRIEDI.AEND.ER(Plato, vol. II, trad. inglesa, 

págs. 273 y 358), sobre la base de una corrección en el códice parisino 1811, sugiere que 

«No me importa» podría adjudicarse a Ánito, que volvió a acercarse a los interlocutores. 

99a 

 

 

SÓC. –– No me importa. Con él, Menón, discutiremos en otra oca- 

sión. En cuanto a lo que ahora nos concierne, si en todo nuestro razo- 

namiento hemos indagado y hablado bien, la virtud no se daría ni por 

naturaleza ni sería enseñable, sino que resultaría de un don divino, sin 

que aquellos que la reciban lo sepan, a menos que, entre los hombres 

políticos, haya uno capaz de hacer políticos también a los demás 98. Y 

si lo hubiese, de él casi se podría decir que es, entre los vivos, como 

Homero afirmó que era Tiresias entre los muertos, al decir de él que era 

el «único capaz de percibir» en el Hades, mientras «los demás eran úni- 

camente sombras errantes» 99. Y éste, aquí arriba, sería precisamente, 

con respecto a la virtud, como una realidad entre las sombras. 

MEN. –– Me parece, Sócrates, que hablas muy bien.  

SÓC. –– De este razonamiento, pues, Menón, parece que la virtud se 

da por un don divino a quien le llega. Pero lo cierto acerca de ello lo 

sabremos cuando, antes de buscar de qué modo la virtud se da a los 

hombres, intentemos primero buscar qué es la virtud en sí y por sí. 

Ahora es tiempo para mí de irme, y trata tú de convencer a tu huésped 

Anito acerca de las cosas de que te has tú mismo persuadido, para que 

se calme; porque si logras persuadirlo, habrás hecho también un servi- 

cio a los atenienses.  

 

                                                                                                                                                             

Esta posición la había sostenido también, en un principio, P. MAAS (Hermes 60 

[1925],492), pero luego aceptó el texto que ofrece Aristipo. 

98 

 Éste es, para Platón, precisamente el caso de Sócrates. Véanse las observaciones a 

este pasaje de W. JAEGER, Paideia, trad. cast., México, 1957, pág. 562. 

99 

 Odisea X 495. 

 

100a